No soy yo a fuerza de voluntad quien saca adelante las cosas…
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By OPOLJA | Shutterstock |
¿Por qué si
deseo ser libre totalmente acabo cediendo y me hago esclavo? ¿Cómo puede ser
que mi vida no sea tan perfecta como la he soñado, ni mis actos, ni mis
pensamientos? Es tan débil la vida que sostengo entre mis dedos…
¿Cómo puede ser
que se marchite esa planta que he cuidado con tanto esmero? ¿Demasiada agua,
demasiada poca? Rara vez muere una planta por tener poca agua. Muchas veces se pudre
cuando tiene demasiada.
Tal vez mis
pecados pesan más, mucho más que mis obras buenas. Al menos me parece que pesan
mucho en el alma, dentro de mi cuerpo, como una losa pesada que no logro
apartar del pensamiento.
¿Cómo es
posible que mi voluntad sea tan débil y no logre resistir la tentación que me provoca?
La culpa se
adentra como una marejada dentro del alma. Como una niebla gris que todo lo
oculta. No logro ver el siguiente paso por la oscuridad de esa culpa que me
enceguece.
Quisiera ser
libre de toda culpa, vivir desprovisto de toda falta o pecado, como un hombre
perfecto, sabio e inmaculado.
Me gustaría
hacer bien todo lo que intento, controlarlo todo. Mi ánimo, mis gestos, mis movimientos, mis palabras, mis silencios.
Incluso lo que pienso o siento. No resulta.
El silencio que
busco no acalla mis gritos. La paz que tanto deseo no calma mis rabias.
Indefectiblemente caigo en la corriente del pecado y la dejadez, la tibieza y
la mediocridad, el olvido y el miedo.
Todo esto como
si fuera llevado como un autómata allí donde no deseo ir, allí donde me
siento tan infeliz que no quepo dentro de mi rabia y tristeza.
¿Cómo logro
romper esa cadena de pesares que
lentamente va atrapando mi cuerpo y mi alma? Dice la Biblia: «Sostengo que
los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos
descubrirá».
El sufrimiento
de la experiencia de la propia debilidad, de la corrosión que produce en mi
alma el pecado, de la pobreza que experimento al no ser dueño de mi propia
vida.
Todo ese
sufrimiento que cargo sobre mis hombros no es nada si lo comparo con el cielo, con lo que sueño al final del camino, con la paz que tendré al cruzar la
santa puerta de la vida. Leía el otro día:
«El pecado
consiste fundamentalmente en la autoafirmación del ser humano, que se encierra
en su propio poder para asegurarse contra Dios y frente a su hermano».
Mi debilidad me
lleva a autoafirmarme. Valgo más que ese
Dios al que tanto amo. Valgo más que los sueños que tengo dentro de mi alma.
Valgo más, es más poderosa la tierra que encierro dentro de mi alma.
Sólo Dios tiene
la última palabra sobre mi vida. No soy yo a fuerza de voluntad el que
saca adelante mis semillas, la vida que hay en mi alma, el camino santo que
quiero recorrer. No, debo dejarme hacer por Dios.
«Como bajan
la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la
tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y
pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí
vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo».
La palabra de
Dios viene sobre la tierra de mi alma para hacerla fecunda.
Pero yo veo
tanta dureza, tantas plantas que opacan la luz del sol, tanta sequedad y tanta
pobreza. Nada bueno parece poder salir de mi tierra enferma. Sólo
el pecado, y esa cadena pecaminosa que se pega al alma y la va enfermando
lentamente.
El otro día me
hablaron de la plaga de muérdago en los árboles. Un árbol de mi jardín la
tenía. Parecía una planta inofensiva.
Los pájaros se
alimentan del fruto del muérdago y al defecar depositan las semillas sobre las
ramas. En las ramas germina el muérdago y se desarrolla. Hay que cortar la
planta que parece inofensiva para que el árbol no muera.
Así sucede
también en mi vida. Algo en mí empieza a crecer con fuerza. Parece
inofensivo. Hago algo que es bueno, no es malo. Es bello, no es feo. Puede
ser una relación, una tarea que me parece positiva.
Pero pronto
comienzo a ver efectos negativos. Voy perdiendo la paz, o la fuerza. Languidece
mi energía. O es tóxico aquello que parecía inofensivo. Me va quitando la vida
poco a poco, sin darme cuenta.
Puede ser una
relación que no me hace bien, o puede ser un encargo que ponen sobre mis
hombros y me va desgastando sin darme cuenta. O una exigencia que parece legítima,
pero que me va quitando la alegría y la paz.
Tal vez tengo
que quitar aquello que no me hace bien, siendo aparentemente bueno y valioso.
Esas plantas
son parásitos que viven de la vida del árbol. Puedo tener parásitos que
viven de la vida de mi alma y me hacen languidecer.
El jardín
interior de mi alma se va secando, desgastando, por el peso de tareas que
superan mi capacidad. Y pierdo la alegría y la esperanza.
Creo que puedo
con todo. Pero me ahogo dentro de la noche de mis
miedos y pesares. ¡Cuánto pesa el pecado, cuánto pesa la dejadez en la que me
encierro!
Necesito que
Jesús sea el jardinero de mi vida. Necesito su palabra que anide en los
pliegues de mi alma.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia