Ante la
decisión de algunos obispos de suspender las misas en las diócesis afectadas,
muchos se preguntan: ¿acaso el Cuerpo de Cristo no es inmune a las
enfermedades?
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Las leyendas
medievales están llenas de anécdotas piadosas sobre el poder terapéutico de la
Eucaristía: por ejemplo la del caballero que perdía un ojo en una batalla, y
que como había ido a misa esa mañana y contemplado con el ojo perdido la
elevación de la hostia consagrada, lleno de fe, cogía el globo ocular chafado y
sucio y lo colocaba en la cuenca vacía. Por supuesto, milagrosamente volvía a
ver.
¿Acaso los
medievales eran demasiado crédulos? Hay que tener en cuenta que a partir del
siglo IX hubo un intenso debate a todos los niveles – en las cátedras
universitarias y en las cortes de los reyes – sobre cómo
el pan consagrado podía convertirse en el verdadero cuerpo de Cristo.
Ahora, con la pandemia del coronavirus,
muchas personas se plantean lo mismo que el caballero antes mencionado: «Si la
Eucaristía es Jesús vivo y verdadero, es signo de poca fe pensar que por medio
de él puedan propagarse enfermedades e infecciones».
Este
argumento suena muy devoto y lleno de fervor. Pero a nivel teológico hay dos
objeciones, una de orden cristológico y otra de orden sacramental:
- Hay que tener en cuenta que la unión hipostática de la segunda persona de la Trinidad con la naturaleza humana nacida de María no inmunizó a Jesús de las enfermedades, pues él asumió nuestra naturaleza humana igual en todo menos en el pecado.
- Es verdad que después de la resurrección, la humanidad de Cristo fue glorificada y ya no está sujeta a la corrupción. Pero hay que tener en cuenta que la presencia de ese cuerpo glorioso en los sacramentos no se produce físicamente, sino en esencia.
Este
es precisamente el significado de la palabra «transubstanciación»: bajo los
signos sacramentales se encuentra una esencia que ya no es la del pan y el vino,
sino la del Cuerpo de Cristo. Pero se trata de una esencia que no es
experimentable físicamente, sino por la fe.