La
necesidad “de consolarnos y consolar”
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| Cementerio (C) Cathopic. Dinax |
Este
lunes, en la sección “Teología para Millennials”, el padre Mario Arroyo Martínez reflexiona
sobre la pérdida, la muerte y la necesidad de consolarnos y consolar,
especialmente urgente en estos tiempos de pandemia del coronavirus.
Para
el sacerdote, “el auténtico consuelo exige la verdad cabal. En estas
circunstancias, si tenemos fe, esta se pone a prueba, ¿es un consuelo simbólico
y edulcorante? O, por el contrario, ¿es la sobria, cruda y desnuda verdad?”.
El
padre Mario Arroyo es licenciado en Filosofía por la Universidad Panamericana,
México D.F. Además, tiene un doctorado en Filosofía por la Pontificia Universidad
de la Santa Cruz, Roma. Actualmente vive en México y es profesor de Teología en
la Universidad Panamericana.
Una
realidad cotidiana, pero que más o menos conscientemente intentamos acallar, es
la muerte. Tristemente, sin embargo, ahora, durante la pandemia, se ha tornado
frecuente, constante, cercana. Imposible así darle la espalda. Abruptamente
somos arrojados, cara a cara con ella, querámoslo o no. No podemos simular que
no está ahí, hacer como si no existiese, vivir de espaldas a ella. Y junto con
ella, otro visitante incómodo, el dolor. En estos días se ha tornado urgente la
necesidad de consolarnos y consolar, ¿cómo podremos hacerlo?
En
realidad, no nos consuelan las típicas palabritas huecas de ocasión. De nada
sirven las mentiras piadosas y amables. La seriedad de la muerte, la realidad
del dolor, exigen verdades como respuesta; las simulaciones resultan ofensivas,
mejor evitarlas. Frente a la realidad de la muerte y la inevitabilidad del
dolor, calibramos la calidad de las verdades que estructuran nuestra vida.
Desaparecen los maquillajes y simulaciones, de nada sirven las apariencias. El
auténtico consuelo exige la verdad cabal. En estas circunstancias, si tenemos
fe, esta se pone a prueba, ¿es un consuelo simbólico y edulcorante? O, por el
contrario, ¿es la sobria, cruda y desnuda verdad?
La
frecuencia de la muerte, así como la inevitabilidad del dolor, el cual crece
exponencialmente ante el drama de la imposibilidad para acompañar de cerca a
los seres queridos que se nos van, así como de tributarles las justas honras
fúnebres, sacan a flote las verdades que estructuran nuestra vida, nuestros
puntos de apoyo existenciales. ¿Es la fe uno de ellos? ¿Se configura como una
verdad, capaz de hacer frente al dolor y a la muerte? O, por el contrario, ¿es
solo un vago y desvaído recuerdo borroso de la infancia, incapaz de enfrentar
la dureza de la vida? Para las personas que tenemos fe, la criba de la muerte y
del dolor supone un crudo examen, un inevitable control de calidad.
Mucho
se ha hablado del “claroscuro de la fe”. Efectivamente, la fe nos exige
confiar: no lo controlamos ni lo sabemos todo. Nos exige un arriesgado ponernos
en manos de Dios, particularmente difícil en la prueba del dolor y de la
muerte. Pero la fe también es luz, una potente luz al final del túnel del dolor
y de la muerte. La fe es semilla de esperanza y de consuelo. ¡Qué distinto
enfrentar la realidad del dolor y de la muerte como hechos a la par absurdos e
inevitables! ¡Qué diferencia encararlos con el consuelo de la fe! Es decir,
sabiendo que el adiós no es definitivo, que en realidad no acabó todo, que
nuestros seres queridos comienzan una segunda etapa, con una nueva forma de
existir. Que tarde o temprano nos reuniremos. Que el dolor nos sirve para
purificarnos del mal que hayamos cometido en nuestra vida, y que no es
definitivo ni total, sino preludio del amor y el gozo sin fin.
Ahora
bien, se prueba la calidad de nuestra fe, porque, si es auténtica, esto último
no son palabritas de consuelo, sino la desnuda y esperanzadora realidad.
Si la verdad a veces es cruda, no solamente es cruda, también puede ser
esperanzadora. La verdad de la fe lo es. La pregunta es, ¿las personas de fe
tenemos la suficiente como para creérnoslo? Es decir, no se trata de “verdades
para nosotros”, no es una oda al relativismo, sino de la verdad en sí misma,
objetiva, nos guste o no. Ahora bien, “si la fe no nos alcanza” para gestionar
el dolor, muchas veces ese mismo sufrimiento se configura como un catalizador
de la fe. Cuando los apoyos humanos se desvanecen, no nos queda sino mirar a
Dios. Si somos cristianos sabemos que nunca nos rechaza, aunque hayamos sido
desamorados y desagradecidos con Él.
Frente
a la situación actual, donde el dolor se multiplica y crece, para escapar del
sinsentido y del absurdo al que nos avoca la desesperanzada y cruda visión
materialista, no nos queda sino fomentar la espiritualidad. En ella descubrimos
cómo la separación de nuestros seres queridos no es definitiva, y comienza un
nuevo modo de relacionarnos con ellos. Se establece una nueva forma de comunión
interpersonal, ya no sensible, sino espiritual, a través de la oración y la
eucaristía. Pero comunión verdadera, real, eficaz y afectiva. Frente al luto
las lágrimas son un bálsamo, nos sirven de mucho. Pero a nuestros difuntos les
sirven más nuestras oraciones. La fe denomina a Dios Espíritu Santo como
“Consolador”. A Él le pedimos nos guíe por el camino del consuelo en medio del
dolor, de forma que, si el sufrimiento crece, la fe lo haga aún más.
Mario
Arroyo Martínez
Fuente:
Zenit






