Palabras
antes del Ángelus
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Ángelus 9 agosto 2020 (C) Vatican Media |
A
las 12 del mediodía de hoy, 9 de agosto 2020, el Santo Padre Francisco se asoma
a la ventana del estudio del Palacio Vaticano Apostólico para recitar el
Ángelus con los fieles y peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro.
El
pasaje de este domingo “nos invita a abandonarnos con confianza en Dios en todo
momento de nuestra vida”, dice el Papa, “especialmente en el momento de la
prueba y la turbación. Cuando sentimos fuerte la duda y el miedo y parece que
nos hundimos, no tenemos que avergonzarnos de gritar, como Pedro: “¡Señor,
sálvame!” (v. 30). ¡Es una bonita oración!”
A
continuación, sigue la traducción oficial de las palabras del Santo Padre al
introducir el Ángelus ofrecida por la Oficina de Prensa de la Santa Sede.
Palabras del Papa
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El
pasaje evangélico de este domingo (cfr Mt 14, 22-33) narra cuando Jesús camina
sobre las aguas del lago en tempestad. Después de haber dado de comer a la
multitud con cinco panes y dos peces – como vimos el domingo pasado –, Jesús
ordena a los discípulos subir a la barca y volver a la otra orilla. Él se
despide de la gente y después sube a la colina, solo, para rezar. Se sumerge en
la comunión con el Padre.
Durante
la travesía nocturna del lago, la barca de los discípulos se queda bloqueada
por una repentina tormenta de viento. Esto es habitual, en el lago. A un cierto
punto, vieron a alguien que caminaba sobre las aguas que iba hacia ellos. Se
turbaron pensando que era un fantasma y gritaron por el miedo. Jesús les
tranquiliza: “¡Ánimo!, que soy yo; no temáis”. Pedro entonces – Pedro, que
estaba tan decidido – responde “Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre
las aguas”. Un desafío. Y Jesús le dice: “¡Ven!”. Pedro baja de la barca y da
algunos pasos; después el viento y las olas le asustan y empieza a hundirse.
“¡Señor, sálvame!», grita, y Jesús le agarra de la mano y le dice: «Hombre de
poca fe, ¿por qué dudaste?”.
Esta
historia es una invitación a abandonarnos con confianza en Dios en todo momento
de nuestra vida, especialmente en el momento de la prueba y la turbación.
Cuando sentimos fuerte la duda y el miedo parece que nos hundimos, en los
momentos difíciles de la vida, donde todo se vuelve oscuro, no tenemos que
avergonzarnos de gritar, como Pedro: “¡Señor, sálvame!”(v. 30). Llamar al
corazón de Dios, al corazón de Jesús: “¡Señor, sálvame!”. ¡Es una bonita
oración! Podemos repetirla muchas veces: “¡Señor, sálvame!”. Y el gesto de
Jesús, que enseguida tiende su mano y agarra la de su amigo, debe ser
contemplado durante mucho tiempo: Jesús es esto, Jesús hace esto, Jesús es la
mano del Padre que nunca nos abandona; la mano fuerte y fiel del Padre, que
quiere siempre y solo nuestro bien. Dios no es el gran ruido, Dios no es el
huracán, no es el incendio, no es el terremoto – como recuerda hoy también la
historia del profeta Elías –; Dios es la brisa ligera – literalmente dice así:
el “susurro de una brisa suave”- que no se impone sino que pide escuchar (cfr 1
Re 19,11-13).
Tener
fe quiere decir, en medio de la tempestad, tener el corazón dirigido a Dios, a
su amor, a su ternura de Padre. Jesús quería enseñar esto a Pedro y a los
discípulos, y también hoy a nosotros. En los momentos oscuros, en los momentos
de tristeza, Él sabe bien que nuestra fe es pobre – todos nosotros somos gente
de poca fe, todos nosotros, yo también, todos – y que nuestro camino puede ser
perturbado, bloqueado por fuerzas adversas. ¡Pero Él es el Resucitado!
No
olvidemos esto: Él es el Señor que ha atravesado la muerte para ponernos a
salvo. Incluso antes de que nosotros empecemos a buscarlo, Él está presente
junto a nosotros. Y levantándonos de nuestras caídas, nos hace crecer en la fe.
Quizá nosotros, en la oscuridad, gritamos: “¡Señor! ¡Señor!”, pensando que está
lejos. Y Él dice: “¡Estoy aquí!”. ¡Ah, estaba conmigo! Así es el Señor.
La
barca a merced de la tormenta es la imagen de la Iglesia, que en todas las
épocas encuentra vientos contrarios, a veces pruebas muy duras: pensemos en
ciertas persecuciones largas y amargas del siglo pasado, y también hoy, en
algunas partes. En esas situaciones, puede tener la tentación de pensar que
Dios la ha abandonado. Pero en realidad es precisamente en esos momentos que
resplandece más el testimonio de la fe, el testimonio del amor, el testimonio
de la esperanza. Es la presencia de Cristo resucitado en su Iglesia que dona la
gracia del testimonio hasta el martirio, del que brotan nuevos cristianos y
frutos de reconciliación y de paz por el mundo entero.
La
intercesión de María nos ayude a perseverar en la fe y en el amor fraterno,
cuando la oscuridad y las tempestades de la vida ponen en crisis nuestra
confianza en Dios.
Raquel
Anillo
Fuente:
Zenit