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| Tim Gouw/CC |
Ocurre dentro de las parejas (incluso
después de muchos años de matrimonio); ocurre entre amigos, pues estos siempre
son libres de elegir caminos nuevos e impredecibles; y también ocurre cuando
formamos parte de un grupo o familia religiosa.
Realidades que pueden cambiar con el
tiempo, y donde en algún momento nos puede resultar difícil reconocer esos
ideales que nos atrajeron al principio.
Por
más profunda que sea una relación, las personas que la integran cambian. No podemos tratar al otro como un objeto
inmutable.
Incluso, nosotros mismos, en algunas
ocasiones, ya no nos sentimos comprendidos, tenemos la percepción de que el
otro está distante y que ya no es capaz de comprendernos como antes.
Esto también nos pasa cuando aplicamos
patrones ya conocidos: creemos que conocemos perfectamente al otro, creemos que
podemos predecir su comportamiento, le ponemos etiquetas y nos olvidamos de lo
que verdaderamente está pasando en su corazón.
Un Dios irreconocible
Probablemente también apliquemos este
mismo modo de proceder a Dios: lo damos por sentado, damos por hecho que ya lo
conocemos.
No
esperamos nada nuevo en la relación con Él, no nos preguntamos por nuevos caminos
que tal vez nos esté sugiriendo. Repetimos la misma narración, como si fuera un
libro ya leído muchas veces.
Cuando Jesús compartía con la gente,
probablemente había sentido algunos signos de esta crisis, quizás había tenido
la sensación de que su mensaje no se había entendido correctamente. Seguro sus
discípulos le habían contado algunas cosas.
El día que les pregunta sobre qué dice la
gente sobre Él, las respuestas certifican este malentendido: se le ha interpretado a la luz de viejos patrones,
conocían a otros profetas, Juan el Bautista, Elías…
Y Jesús no parecía tan diferente. Tiene
algo de uno y de otro. Les recuerda experiencias pasadas, pero no hay nada
nuevo en su mensaje.
La pregunta de Jesús también alcanza a sus
apóstoles, a los más cercanos. Por eso no tiene miedo de decir: «y tú, ¿quién
dices que soy?».
Esta es la pregunta que el cristiano de
todos los tiempos no puede evitar. Después de caminar juntos, después de tantos
años de relación, después de tantos
años de amistad: ¿quién soy yo para ti?
Quizás nos demos cuenta de que Jesús se ha
convertido en una presencia que ya no nos habla, como esas Biblias abiertas que
están en la entrada de los hogares, pero que ya nadie lee.
Jesús está allí pero ya no nos cuestiona y
no tiene nada nuevo que mostrarnos.
Reanuda el viaje
¿Quién es Jesús para mí en este momento de
mi historia? La respuesta a esta pregunta nunca es fruto de un razonamiento,
sino de la acción del Espíritu dentro de nosotros: «ni la sangre ni la carne os
lo ha revelado».
El
verdadero conocimiento de Jesús es un don del Espíritu en nuestro interior.
Jesús les pide a los discípulos que no le
digan a nadie que Él es el Cristo, porque no
se trata de recibir una información, sino de tener una experiencia.
A pesar de estos olvidos y malentendidos, Jesús no deja de depender de las mediaciones
humanas para seguir estando presente.
Pedro con su declaración y con todas sus
limitaciones se convierte en la roca sobre la que descansa Dios para seguir
hablando a la humanidad de todos los tiempos.
Dios nos hace dignos de ser la voz a
través de la cual continúa difundiendo su Palabra.
Hasta el final
Para
conocer a Jesús debemos caminar junto a Él hasta el final, siguiendo también el camino del
calvario, deteniéndonos bajo su cruz y acogiendo la alegría de su resurrección.
Quizá, en ese momento, la gente no podía
entender quién era Jesús. Él comprendía mejor que ellos cuál era el camino que
tenían que recorrer.
Conocemos a una persona si aceptamos
caminar junto a ella hasta el final, renunciando a visiones parciales o precipitadas,
pero sobre todo, si no la consideramos como un objeto inmóvil y evidente en
nuestra vida.
Luisa Restrepo
Fuente: Aleteia






