Estas personas tienen algo de Dios en sus maneras, en
sus gestos, en sus palabras. Son capaces de aceptar la vida como es, aunque a
veces hubieran elegido otro camino, o esperado algo diferente
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alexandra lammerink/Unsplash | CC0 |
Hay
personas que son felices con muy poco. Se conforman con lo que la vida les
ofrece cada mañana. Sonríen y caminan despacio sujetando el alma al cielo,
alegres y tranquilos con lo que la vida les regala.
No
llevan cuentas del mal que reciben y tampoco del bien que ellos hacen por los
demás. Valoran cada detalle, cada sonrisa, cada palabra, cada gesto. No guardan
rencor cuando son heridos y perdonan, o pasan por alto. No viven orgullosos
perdonando la vida a los que no responden a sus requerimientos.
Son
más felices que otros porque se toman con paz lo que les sucede. Seguramente
vivirán más, puede ser. Y si no es así, al menos habrán vivido con más paz y
alegría en el alma.
Saben
sacarle el lado bueno a todo lo que les pasa, incluso cuando todo se oscurece a
su alrededor por culpa de la tormenta. Cuando están enfermos aprovechan el
tiempo que Dios les regala y aprenden a dejarse cuidar por los demás. No les
incomoda despertar la compasión de los otros. Lo viven con humildad y
sencillez. Cambian sus hábitos, se adaptan a la nueva vida, recogen velas y se
quedan con la barca en la orilla sin llorar la ausencia del mar hondo cuando
navegaban.
Ante
la pérdida de lo que aman, de los que aman aprenden a valorar lo que les queda,
y a quienes están a su lado. Siempre encuentran caminos de salida en lugares
imposibles, cuando a su alrededor todos están perdidos.
Saben
reírse de la vida, de ellos mismos, cuando parece no haber motivos para la
risa. Esperan siempre algo bueno de la vida cuando muchos pierden la esperanza junto
a ellos. Se inventan nuevas formas de vivir, de amar, de soñar. No sobreviven
en medio de las dificultades. Viven en plenitud, sin tapujos.
No
dejan de esperar cada mañana un nuevo día que les alegre el corazón. No tienen
expectativas imposibles de cumplir sobre las personas. No las miden ni las
alaban cuando se portan bien. No pretenden que se adapten los que les rodean a
su forma de ver las cosas. No exigen que tengan su mismo punto de vista. No
reclaman, no piden. Saben ponerse en el lugar del otro, en sus zapatos, en su
alma y así pueden mirarlo con respeto.
Aceptan
sus límites sin exigirles lo imposible. Valoran sus actos sin pretender que
hagan otras cosas. Dicen lo que piensan cuando les preguntan. No se callan sus
percepciones. Pero no estallan con rabia y dolor cuando las cosas no salen como
ellos esperaban.
Estas
personas tienen algo de Dios en sus maneras, en sus gestos, en sus palabras.
Son capaces de aceptar la vida como es, aunque a veces hubieran elegido otro
camino, o esperado algo diferente. Pero no se turban ante la contrariedad.
Esperan alegres sabiendo que la vida siempre merece la pena y que cada día
vuelve a salir el sol.
Estén
donde estén saben entonar notas de esperanza en lo que hacen o sufren. Siempre
sueñan con mares lejanos y dan un salto audaz para navegar más hondo.
Construyen hogares con sus manos débiles.
Por
eso me gustan estas personas realistas y soñadoras que no pretenden quedar bien
con todos, ni responder siempre a sus expectativas. No se atan a lo que los
demás esperan de ellos. Y son fieles a la verdad que Dios sembró en sus almas
un día como una misión para sus vidas.
Por
todo eso me gustan las palabras de Víctor Hugo: «No, no me estoy
poniendo viejo. Llevo en el alma lozanía y en el corazón la inocencia de quien
a diario se descubre. Llevo en mi rostro la sonrisa que se escapa traviesa al
observar la simplicidad de la naturaleza. Llevo en mis oídos el trinar de las
aves alegrando mi andar. Me estoy volviendo más prudente, he dejado los
arrebatos que nada enseñan, estoy aprendiendo a hablar de cosas trascendentes,
estoy sembrando ideales y forjando mi destino. No es por vejez por lo que a
veces se guarda silencio, es simplemente porque no a toda palabra hay que
hacerle eco».
Quiero
vivir yo así. No quiero contentar a todos los que me piden. Tampoco espero el
aplauso en todo lo que hago. Quiero conservar una paz profunda ante la vida que
me toca ahora. No pretendo negar la realidad, ni cambiar lo que es imposible.
Acepto
la vida que Dios quiere para mí. Soy capaz de besar una vida que es imperfecta
y perfecta al mismo tiempo. Bendita paradoja de mis pasos humanos, cuando sólo
acaricio y saboreo destellos del paraíso que anhelo con toda mi alma.
Me
gustan esas personas que me quieren por lo que soy. No por lo que les doy, no
por lo que les resulta útil de mí, no por mi buen comportamiento. No espero que
todos me quieran así. Pero sí conozco algunos.
Y
ese amor hondo y misericordioso que no espera mi conversión, ni el cambio de mi
forma de ser, refleja en mis pasos el amor de Dios, ese amor que me tiene
Jesús. Me gustaría querer siempre así a las personas. Con libertad, sin querer
que se adapten a mis expectativas.
A
veces me cuesta querer bien. Pero es el deseo más profundo de mi alma. Amar
respetando, enalteciendo, perdonando, agradeciendo. Es el camino para ser
feliz, pleno. Aunque sea de barro y falle y decepcione mil veces.
Cuando
no amo así, vivo con tristeza y dejo de apreciar los pequeños regalos que me
entregan las personas. Porque no me bastan y espero más y rechazo ese
poco que me entregan, como si no significara nada.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia