Antes, la Iglesia no permitía enterrarlos en suelo sagrado, pero esto ha
cambiado
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El suicidio es
indudablemente un pecado muy grave. El que sea por desesperación no disminuye
su gravedad, pues la desesperación es también un pecado muy grave.
Tradicionalmente
se ha incluido entre los llamados “pecados contra el Espíritu Santo”, de esos referidos
por aquellas palabras de Jesucristo: pero el que blasfeme contra el Espíritu
Santo jamás tendrá perdón, sino que será reo de delito eterno (Marcos 3, 29).
Se consideran
tales los pecados que en sí mismos impiden el arrepentimiento. La
desesperación, claro está, es uno de ellos, y el suicidio por desesperación es
la culminación de la misma. Como sucedió con Judas.
Por eso, durante
siglos se pensó que el suicida no tenía salvación. Y prueba de ello es que se
le negaban el entierro y las exequias católicas.
Esto ha
cambiado por dos razones.
La primera es
la comprensión que hoy se tiene de las enfermedades psíquicas. En
muchas ocasiones lo que empuja al suicidio es un fuerte trastorno mental, con
lo que queda seriamente en entredicho que el quitarse la vida obedezca a un acto
libre, condición indispensable para que un pecado sea tal.
En muchos
casos, atendiendo a cómo es la persona y cómo vive, puede asegurarse que no se
habría suicidado si hubiera estado en su sano juicio.
Hay sin embargo
otra razón, más profunda. Y es que todos, también quienes se quitan la
vida, tienen una última oportunidad de arrepentimiento en el momento de la
muerte.
Es conocida
la anécdota de santa Teresa de Jesús al respecto. Cuando se
enteró de que un joven por quien rezaba se había suicidado tirándose por el
puente al río (una manera de hacerlo que hoy parece un tanto primitiva, pero
que entonces era usual), la santa se encaró con el Señor, y oyó la respuesta
divina: “Teresa, Teresa, ¿acaso no sabías que entre en puente y el río estaba
Yo?”. Al parecer se arrepintió a tiempo.
Esa oportunidad
la tienen todos, aunque la forma de muerte sea mucho más instantánea. En el
momento supremo de rendir cuentas de la vida, el tiempo no cuenta: todo
es instantáneo. De ahí que en ningún caso se puede asegurar la condena
eterna de nadie.
De todas
formas, hay que reconocer que quien se suicida en su sano juicio movido por la
desesperación todavía cuenta con una oportunidad, pero ciertamente se lo pone
difícil a sí mismo. Aunque, por supuesto, hay que rezar por quien ha hecho una
cosa así.
Julio de la Vega-Hazas
Fuente: Aleteia