Signo de nuestra salvación
«La señal del cristiano, único camino para
conquistar la unión con la Santísima Trinidad, condición puesta por Cristo para
seguirle. Motivo de gozo y esperanza, signo de nuestra salvación»
Los
cristianos sabemos que la señal que nos identifica es la Santa Cruz. Lo
aprendimos en el catecismo y el Evangelio nos enseña que cualquiera que se
disponga a seguir a Cristo tiene en ella su única brújula, la que va a guiarle
por el camino que lleva a la unión con la Santísima Trinidad. Es la condición
puesta por Él: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese
a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9, 23). San
Juan de la Cruz lo recordaba con estas palabras: «Quien busca la gloria de Cristo y no busca
la cruz de Cristo, no busca a Cristo». La cruz exige renunciar por
amor a Él y al prójimo a lo que más cuesta. Quien no la acepta no sabe amar.
Requiere coherencia, disponibilidad, valentía, etc. Dios rechaza la tibieza.
Cuando la cruz se acepta con alegría resulta liviana; fortalece y dispone para
superar las dificultades que se presentan.
No hay
integrante de la vida santa que no haya contemplado este «árbol de la vida»;
todos se han abrazado a él. El beato Charles de Foucauld advertía: «Sin
cruz, no hay unión a Jesús crucificado, ni a Jesús Salvador. Abracemos su cruz,
y si queremos trabajar por la salvación de las almas con Jesús, que nuestra
vida sea una vida crucificada». No hay otra vía para alcanzar la
santidad, como también reconocía santa Maravillas de Jesús: «El
camino de la propia santificación es el santo misterio de la cruz».
La cruz confiere sentido al sufrimiento humano, ilumina y consuela en las
fatigas del camino, inunda de esperanza el corazón, suaviza las circunstancias
más adversas, lima toda aspereza. «Poned los ojos en el Crucificado y se os
hará todo poco…», manifestaba santa Teresa de Jesús.
El «árbol de
la cruz» es el símbolo de la Salvación. Contiene todos los matices semánticos
que se atribuyen a la expresión exaltar. Se reconocen en el santo madero los
excelsos méritos que Cristo le otorgó con su propia vida, ya que en él estuvo
«colgado» salvando al mundo libremente, mostrando su insondable amor. Se deja
correr el caudal de pasión que inspira cuando se contempla, induciéndonos a ir
a él y adorarlo. La cruz es signo de unidad, de paz y de reconciliación, es el
distintivo de los «ciudadanos del cielo» (Flp 3, 20), llave que nos abre sus
puertas. «O
morir o padecer; no os pido otra cosa para mí. En la cruz está la vida y el
consuelo, y ella sola es camino para el cielo», expresaba Teresa de
Jesús. Solo es «necedad», como decía san Pablo, para los que se pierden; para
el resto, es «fuerza de Dios»: «Pues la predicación de la cruz es una
necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan –para nosotros– es
fuerza de Dios […]. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos
buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para
los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos
que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad
divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más
fuerte que la fuerza de los hombres»(I Corintios 1, 18ss).
Esta
festividad rememora el acontecimiento que se produjo el 14 de septiembre del
año 320, cuando la emperatriz de Constantinopla, santa Elena, madre de
Constantino el Grande, encontró el madero (Vera Cruz) en el que murió el
Redentor. Hechos extraordinarios marcaron este momento: la resurrección de una
persona y la aparición de la cruz en el cielo. Para albergar esta excelsa
reliquia –signo
de la victoria de Cristo, manifestación del perdón y de la misericordia de
Dios, esperanza para los creyentes, centro de nuestra fe–, santa Elena y Constantino
hicieron construir la basílica del Santo Sepulcro. Unos siglos más tarde, en el
614, el rey de Persia, Cosroes II, conquistó Jerusalén y tomó como trofeo la
Vera Cruz, el venerado emblema cristiano que se custodiaba en el templo.
Mofándose de los cristianos, lo utilizó como escabel de sus pies. Pero catorce
años más tarde el emperador Heraclio, una vez que derrotó a los persas, pudo
devolver el santo madero a Constantinopla. Después, fue trasladado a Jerusalén
el 14 de septiembre del año 628.
Al parecer,
cuando Heraclio se propuso introducir la cruz solemnemente no pudo cargarla
sobre sus hombros; se quedó paralizado. El patriarca Zacarías, que formaba
parte de la comitiva caminando a su lado, señaló que el esplendor de la
procesión nada tenía que ver con la faz de Cristo humilde y doliente en su
camino hacia el Calvario. El emperador se desprendió de sus ricas vestiduras y
de la corona que ceñía su cabeza, y cubierto con una humilde túnica pudo
transportar la cruz caminando descalzo por las calles de Jerusalén para
depositarla en el lugar de donde había sido arrebatada siglos atrás. Desde
entonces se celebra litúrgicamente esta festividad de la Exaltación de la Santa
Cruz. Con objeto de evitar otro expolio, fue dividida en cuatro fragmentos. Uno
de ellos quedó custodiado en Jerusalén en un cofre de plata; otro se llevó a
Roma, un tercero a Constantinopla y el resto fue convertido en minúsculas
astillas que se repartieron en templos dispersos por el mundo.
Esta fecha litúrgica
es crucial para los creyentes. La cruz no es ninguna tragedia, como no lo es
amarla, algo que resultará extraño fuera de la fe. Es una bendita «locura» que
inunda el corazón de gozo. Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein) lo
advertía: «ayudar a Cristo a
llevar la cruz proporciona una alegría fuerte y pura». No la
rehuyamos. Cristo nos ayuda a portarla con su gracia; sigue compartiéndola con
nosotros. Que un día no nos tenga que decir lo que en celeste coloquio le
confió al Padre Pío: «Casi todos vienen a Mí para que les alivie
la cruz; son muy pocos los que se me acercan para que les enseñe a llevarla».
Fuente: Zenit