Los padres trazan una cruz sobre la frente de sus pequeños para invocar la bendición del Señor. Sin embargo, este gesto no está reservado únicamente a los padres, los hijos también tienen derecho a bendecir a sus mayores
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Pero también
la ofrenda de ese niño que no nos pertenece y que dejamos en manos de Dios; el
apego y el desapego parecen concentrarse en ese simple gesto trazado con el
pulgar.
El niño que se somete a este ritual no
comprende del todo el contenido del gesto, pero siempre siente su amor. En los momentos más ingratos y
ásperos, cuando la relación está más tensa, este gesto puede estar más ausente,
pero el niño mayor notará la falta de esa cruz dibujada en su frente.
Si se ha
instalado cierta infrecuencia, habrá ocasiones que permitirán florecer de nuevo
esta breve y dulce bendición que, entonces, tendrá la capacidad de tranquilizar
el alma. Un cumpleaños, una solemnidad del calendario litúrgico, un
acontecimiento feliz o doloroso que comparta la familia, ofrecerán a este gesto
todo su sabor y su densidad. «En el nombre del Señor, continúo amándote aunque
te hayas alejado de nosotros –cosa que es normal, en definitiva– y de Él –cosa
que es menos normal–».
El día en que nuestros hijos nos bendecirán
Pero llega un
día en que las tornas pueden cambiar. Cuando seamos viejos, serán nuestros
hijos quienes carguen con nosotros, quienes nos laven, nos alimenten, nos
tranquilicen ante la muerte… Podrán también bendecirnos y extender sobre
nuestra alma ese bálsamo y esa frescura.
La primera vez que un hijo bendiga a sus
padres podría ser el día de su confirmación. Como Eliseo que recibe de su padre Elías
participación total en su gracia, podemos pedirles que compartan con nosotros
el favor recibido y concretar con este gesto que la comunión de los santos no
es algo virtual.
Como
sacerdote, concedo bendiciones todos los días a todos los niños y jóvenes del
patronato y a las almas que Dios me confía. Me gusta reclamar esta cruz en la
frente de aquellos que finalmente son cristianos “completos”, consumados. Se
convierten en seres fecundos en la fe. Hasta ese momento habían dispuesto de
todo para serlo, pero faltaba la guinda del pastel.
Y la primera
fecundidad que podemos pedirles es que nos bendigan, que bendigan a sus padres
y madres, a sus hermanos y hermanas, a los mismos fieles que hayan asistido al
acontecimiento y, por qué no, al obispo mismo que los haya confirmado.
Por el abad Vincent de Mello
Fuente:
Edifa