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Chokniti Khongchum | Shutterstock |
Hay una manera elegante de vivir los contratiempos. Y otra quizá más mezquina, llena de rabia y amargura. Hay una forma calmada de enfrentar la derrota, sin menospreciar al rival, engrandeciendo su gesta.
Hay que ser muy hombre, muy sano, muy maduro para reconocer el mérito del otro y no justificarse.
Hay una manera
elegante de vivir la enfermedad, con pausa, con calma, con alegría. Sin querer
ser el centro de las atenciones, sin menospreciar los sufrimientos menores de
los más cercanos.
Hay una manera
humilde de asumir las puertas que se cierran, sin querer derribarlas a fuerza
de golpes, alzando la vista a lo alto para descubrir ventanas abiertas.
Hay una manera
digna de enfrentar la muerte, sin darle la espalda, sin miedo a llamarla por su
nombre.
Hay una forma
sensata y justa de enfrentar los contratiempos, sin caer en la autocompasión,
sin esperar que los demás se compadezcan de mi mala suerte.
Hay una forma
sabia de enfrentar los días grises, sin cerrar la puerta a que salga el sol,
sin negar su existencia aunque sólo vea nubes.
Hay una forma
santa de vivir mi vida, cuando dejo de mirarme a mí mismo para mirar a lo alto.
Decía Carlo Acutis:
«No temas
porque con la Encarnación de Jesús, la muerte se convierte en vida y no hay
necesidad de escapar: en la vida eterna nos espera algo extraordinario. La
tristeza es mirarnos a nosotros mismos, la felicidad es mirar hacia Dios».
Hay una forma
que es la de Dios, la del niño que se confía en las manos de su Padre porque
sabe que Dios va a estar presente en medio del camino.
No me gusta
caer en los extremos. Y eso que soy apasionado. Ni caer en el drama cuando no
resultan mis pasos. Ni llegar al éxtasis cuando sólo he vencido en una pequeña
batalla.
Mirar al cielo acaba con mis tristezas. Buscarme a mí mismo me
llena de angustias humanas.
¿Por qué
espero tanto de los hombres? Busco su aplauso, su reconocimiento. Busco que me
encumbren y alaben. Busco que me tomen en cuenta y aprecien lo que hago.
Busco tener
esa elegancia para asumir la vida como es, con toda su crudeza, con toda su
grandeza.
Un fracaso
nunca es el final de todo, sino sólo el final de algo concreto que se me niega.
Y un sí no me abre a todos mis logros posibles, ni a todas mis empresas, sólo a
una, sea la que sea.
Por eso no me
asusto cuando el huracán me lleva por los aires. No me deprimo cuando mi
ventana se llena de noche. No me atormento cuando he tocado la amargura de la
derrota.
Con elegancia
sigo adelante,
sin ser mezquino ni ruin, sin herir con mis comentarios. Perdonando en silencio al
que me ha hecho daño. Puede que incluso sin saberlo. Sin juzgar las intenciones
de los que me rodean. Esos juicios enturbian mi ánimo.
Estoy llamado
a tejer una vida grande. Por eso importan tanto las reacciones que tengo. No todos
se toman la vida de la misma manera.
Yo admiro
a los santos, a los elegantes, a los respetuosos, a los humildes. A los que
alaban en la derrota. A los que crecen en dignidad cuando han
caído.
Admiro a los
pequeños que son elevados por Dios a una cumbre más alta, sin vergüenza, sin
pánico. Y a los que guardan silencio, sin justificarse, al ser acusados.
Admiro a los
que se entregan sin esperar nada a cambio. A los que aman después de haber sido
abandonados. A los que se levantan una vez que han caído.
Admiro a los
valientes que sueñan con las estrellas. Y a los niños que elevan su canto cada
mañana. Me sorprenden los sencillos que no se vanaglorian. Y los pobres que
buscan vivir en Dios cada día.
Me alegro de
las almas que son libres y se dan allí donde Dios las pone. No viven pendientes
de lo que los demás hacen.
Siguen su
camino sin comparar los pasos. Abrazan y sonríen sembrando paz cada día. No
hablan mal de nadie. No mienten, son veraces.
Y llevan en su
pecho el amor de Dios grabado. Al verlos me siento tan pequeño y quiero
vivir como ellos. Es lo que sueño.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia