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Entonces, ¿cómo se toman decisiones justas?
Las generaciones jóvenes tienen una
necesidad intelectual de reflexionar. Corresponde a los adultos no reducir su
reflexión a un “haz lo que quieras”. Encontramos en la filosofía de santo Tomás
de Aquino, que retoma el Catecismo de la Iglesia Católica, tres referentes que
ayudan a discernir: “¿Lo que hago es justo, es buen momento para hacerlo, tengo
de verdad el deseo de hacer el bien?”.
Estas preguntas constituyen una
brújula muy esclarecedora, porque instintivamente podríamos legitimar una mala
acción a través de una buena intención. En efecto, el aspecto favorable de las
circunstancias puede confundir la mente y desviarnos de la realidad. Por
ejemplo, podría justificarse el robo de un portátil extraviado. Sin embargo, el
hecho de que su propietario no esté identificado no transforma el acto del
robo, ni siquiera con la intención de dar el portátil a alguien que lo
necesite. Un robo sigue siendo un robo. En definitiva, pongo en valor la moral.
Puede parecer arcaica y, sin embargo, ofrece unos criterios fiables para saber
si una decisión es justa.
¿Cómo
educarles para que reflexionen?
La gratuidad es la clave del éxito.
Enseñemos a los adolescentes mayores a saber dar sin esperar nada a cambio. A
estar dispuestos a renunciar a un bien aparentemente satisfactorio en vistas de
un objetivo mejor, más grande, que no estamos seguros de obtener. Hacer un
favor gratuito atendiendo a las necesidades de los demás desarrolla los
talentos personales, multiplica las relaciones, enriquece, atrae propuestas y,
quizás, el aspecto económico consiguiente.
Es la idea de san Mateo cuando dice:
“Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por
añadidura” (Mt 6,33). Yo lo viví cuando me impliqué en la formación para una
educación afectiva y sexual únicamente para prestar un servicio a mis alumnos.
Finalmente, desarrollé esas competencias, me han invitado a dar conferencias,
luego a escribir libros…
¿Qué debemos cambiar en nosotros para
ayudarles a prosperar?
Sobre todo debemos renunciar
a la carrera del éxito social para ellos. Hacer cargar a
nuestros hijos con nuestras propias proyecciones efímeras o valorar sus
actividades en términos de los beneficios que podrían extraer, no construye la
confianza en sí mismos. En estos casos, los niños se sienten sujetos a
constantes obligaciones de resultados, incluso implícitas. Así les causamos
angustia, alimentamos futuros burn-out, les generamos inseguridad…
¡Ellos tienen
derecho a hacer deporte sin tener que ir a competiciones, a cultivarse sin
aspirar a la erudición! Un día, pregunté a mis alumnos
por qué iban al museo, al teatro, al cine, a conciertos… Y me respondieron:
“Porque eso forma la mente, ayuda a reflexionar”. Lo de cultivarse por placer,
¡ni siquiera se les había ocurrido!
Para que
prosperen, es mucho más útil incitar a los hijos a adoptar una postura, una
forma de sonreír que les haga sentir bien, que les abra a los demás y cree un
vínculo natural. Qué éxito sería si les hiciéramos comprender la importancia
de convertirse, como san Pablo, en “personas de bendición”. Saber dar gracias
por la belleza de un acto de otro es un antídoto contra la comparación, la cual
tiende a volvernos orgullosos o tristes. Los halagos sinceros no hacen bien
solamente a quien los escucha, sino también a quien los pronuncia. El niño
percibe así su suerte por estar rodeado de personas de calidad.
¿Qué es lo más
importante para prosperar en la vida?
El niño necesita de una vida interior
que le haga capaz de estar en la vida; ayudémosle a desarrollarla. La
práctica muy olvidada del examen de conciencia puede ser un aliado valioso. La
relectura de nuestro día, donde se establece el inventario de las gracias y los
perdones, sigue siendo el secreto de la estabilidad personal.
Gracias a la exploración de su
castillo interior de moradas innumerables, podrá evitar soñar con otra vida más
que la suya. Este regreso a la interioridad podrá, en definitiva, permitirle
profundizar su relación con Dios. Es en el silencio donde el niño podrá responder
a la pregunta que Jesús plantea a Bartimeo en la Biblia: “¿Qué
quieres que haga por ti?” (Mc 10,51).
Además del
examen de conciencia, ¿hay otras herramientas para prepararse para las
vicisitudes de la vida?
La rehabilitación del deber de estado
sigue siendo una noción capital en el camino del éxito. Para un joven, se
resume en vivir su día a día de joven con aquello que la Providencia ha puesto
ante él: entenderse
con sus hermanos y hermanas, adaptarse a su vida de familia, estudiar…
y quizás limpiar las zapatillas de fútbol. Vivir simplemente su deber de estado no es
limitar su ambición, sino todo lo contrario, supone elevarla.
En el fondo, una vida próspera para un
joven es lo mismo que para un adulto. Nuestras acciones presentes construyen ya
las grandes aventuras del mañana. Si hubiera sido negligente, el biólogo e
investigador Alexander Fleming habría podido tirar a la basura sus placas de
Petri llenas de hongos. Hizo lo que tenía que hacer: limpió sus placas,
sencillamente. Y así descubrió la penicilina y ganó el Premio Nobel.
¿La fe puede
ayudar a prosperar en la vida?
No se puede
instrumentalizar la fe para reducirla a una clave de desarrollo personal, pero,
cuando se es creyente, la perspectiva sobre el éxito cambia. Primero,
la vida es ya un éxito con Jesús como interlocutor, ¡porque siempre será
inédita y nueva! Luego, apoyarse en las tres virtudes teologales –fe, esperanza
y caridad– da una libertad increíble. Por último, la vida de fe estructura la
moral y la inteligencia.
Profundizar en
la coherencia y el contenido de nuestra fe permite desplegar las
potencialidades de nuestra inteligencia, porque hay una
coincidencia entre la visión de la Iglesia y la del mundo. Por ejemplo, el
relato de la Creación permite interesarse por la formación del universo. La fe
permite, de hecho, ahondar en todos los ámbitos.
Entrevista
realizada por Olivia de Fournas
Fuente: Edifa