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| Brian A Jackson | Shutterstock |
«Busca lo que hay, no lo que quieres que haya».
Tendría que mirar más hondo en las cosas, en lo que me
sucede, para descubrir lo que de verdad hay,
lo que tengo, lo que ha ocurrido.
Las palabras se pueden malinterpretar. Y los hechos
pueden parecer confusos en la distancia. Una mirada o un gesto pueden tener
muchas lecturas.
«Vemos caras y no corazones», siempre me
repetía una persona sabia. Tenía razón. No sé mirar debajo del agua, aunque me
empeño.
Todo depende de mi prejuicio. Interpretar las
cosas es lo que hago. Juzgo y saco conclusiones. Me equivoco tan
fácilmente pretendiendo tenerlo todo claro…
Mi juicio me falla. No siempre acierto en mis
percepciones. Creo conocer mejor a la persona a la que miro, lo que mueve su
corazón. Tal vez ni siquiera él sabe lo que realmente quiere.
Pongo en su corazón sentimientos que no tiene. A veces
bondadosos. A veces mezquinos. Y me equivoco.
Sólo Dios sabe lo que hay en mi alma. Ni siquiera yo conozco las últimas motivaciones
que me mueven. Quisiera tener un amor puro. Y no existe.
Acojo en mi casa a una persona y no sé la motivación
que me mueve a hacerlo. Tal vez no es caridad. Ni siquiera misericordia. Puede
que no haya amor verdadero. Y sólo mi incapacidad para decirle que no.
Saber lo que me mueve es un misterio. ¿Cómo voy
entonces a saber lo que mueve otros corazones? Es un vano intento.
No sé si hago las cosas porque debo hacerlas así,
porque tengo grabado un imperativo en mis entrañas que me dice que tengo que
ser caritativo como el mismo Dios lo es.
Pero no me vale lo objetivo para encender mi
fuego interior. El deber ser es una losa que aprisiona mis
fuerzas. No es un viento que me eleva por las alturas.
Quisiera hurgar más hondo en mis heridas. Penetrar los
últimos resquicios de mi alma buscando razones. Y no siempre encuentro
razones para actuar de una u otra manera.
Ser generoso no es algo absoluto, como un principio
que desmonta todos los demás principios. Es uno de ellos, pero no el único.
¿Dónde queda mi amor propio? ¿Dónde el propio cuidado de mi vida, de mi alma?
¿Estoy siendo egoísta siempre que descanso y respeto
mis aficiones? ¿Soy el más generoso siempre que renuncio a mis planes propios
por amor a otros? No lo sé.
No hay un absoluto que se impone en todas las
decisiones. Siempre hay matices. Hay
tonos grises que no puedo encasillar en un color determinado poniéndole nombre.
Tengo que elegir el camino que sigo, la actitud que
hago mía. No sé si la más santa o pura. Ya no lo sé. No quiero encontrar en lo
que veo lo que quiero que haya.
La realidad se impone con una fuerza pesada que todo
lo puede. Las apariencias engañan. En lo más profundo se
esconden verdades nunca dichas. Sor Verónica, fundadora de Iesu Communio
comenta:
«Ocultamos de la vista lo que sea límite y muerte.
Este virus que ha acabado con nuestras defensas podía ser la punta de un
iceberg. Creemos que nos hemos liberado destruyendo la punta. Sólo es visible
una octava parte de su tamaño. Hay muchos problemas en lo más hondo de nuestra
vida».
Quedarme en la superficie de lo que veo puede ser
peligroso. Ahondar en los problemas y ver lo que de verdad importa es aún más
duro.
Vivir en la superficie no es sano ni santo, pero
alivia el peso del camino. Profundizar buscando verdades que no quiero ver es
un salto audaz en medio de la vida.
A menudo una bomba de humo me hace desviar la mirada.
Dejo de pensar en lo importante porque lo urgente requiere mi presencia.
Dejo de buscar dentro porque parece que fuera se
encuentran las soluciones tan deseadas. Y luego el vacío me recuerda que me he
equivocado en la búsqueda.
Las intenciones que mueven mi alma están en lo
profundo, no las veo. Me equivoco tantas veces justificando mis
formas…
Digo que me mueve el amor y tal vez es el deseo de ser
reconocido. Soy tan pobre en mi mirada y tan pobres son mis intenciones. Tan
lejos de ser puras.
Mi egoísmo mueve mis actos más generosos. Mi
mezquindad se oculta detrás de gestos nobles. ¿Cómo voy a saber lo que se
oculta debajo de las aguas? Si ni siquiera sé lo que hay en mi propia alma.
¿Quién soy yo para juzgar otras almas? Sólo Dios las
mira, las juzga y las abraza. Decía el padre José Kentenich:
«Cuando el rostro de Dios se oculta tras montañas de
nubes y ya no responde a sus deseos y necesidades como lo desearía la
naturaleza. Si, a pesar de todo, el alma logra permanecer fiel y buscar llena
de anhelo en todas partes al amado en medio de la oscuridad y la aridez, habrá
ganado una vez más el juego del amor»[1].
No logro ver los deseos del hombre. ¿Cómo saber cuáles
son los deseos de Dios? Vanidad de vanidades.
Me acostumbro a no saber muy bien qué hacer, cómo
caminar, qué ruta seguir. No sé juzgar las motivaciones propias ni las de los
hombres.
Pero sé que en medio de mis dudas, miedos y
oscuridades me mantengo firme. El amor de Dios sujeta mi lucha, sostiene mis
brazos, levanta mi ánimo.
Me gusta ese Dios oculto que sólo desea que lo
descubra en mi corazón y en otros corazones. Un Dios oculto que me ama.
A Él le importa tanto lo que hay en mí… Sólo
quiere que mis deseos sean los suyos y mis intenciones sean sus intenciones.
Así de sencillo, parece fácil.
[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Zenit






