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Desconocerán mis logros intelectuales y pasarán por
alto muchas de mis batallas ganadas y perdidas. No espero que lo recuerden, que
lo sepan, que lo cuenten.
Sólo sé que Dios sí guardará los momentos en
los que entregué la vida sin que nadie supiera. Nadie lo veía.
Él conocerá mis renuncias silenciosas de las que no
hablé, y me mantuve aparte, sabiendo que así estaba cambiando el mundo, aunque
nadie lo viera.
Conservará en su corazón mi paz en medio de guerras
que no lograba apaciguar, cuando todo parecía
tambalearse y me mantenía en vilo.
Retendrá esas miradas mías que no sé bien cómo
lograban levantar a los caídos que anhelaban encontrar misericordia.
Tendrá en su memoria de Padre mis soledades
llenas de su presencia, esos espacios vacíos en los que yo habitaba, a
escondidas abrazado al cuerpo vivo de Cristo.
Recordará cuando logré callar para no herir con
palabras y cuando hablé bien de quien no me quería. Sabrá que fui fiel en medio
de tentaciones hondas que surcaban mi alma, tentaciones ignoradas para los que
no me conocían.
Sé que lo que quedará cuando me vaya no serán mis
logros más vistosos y llenos de belleza.
En el corazón de Dios quedará ese día en el que me
levanté por encima de los peligros que acechaban mi ánimo y me mantuve en el aire mirando al cielo.
Recordará mis obras de misericordia y sabrá al final
de mis días que mi vida habrá merecido la pena. Y yo moriré tranquilo,
feliz por la misión cumplida. Al fin y al cabo la vida son dos días y
quiero vivirlos plenamente.
Recordaré cada mañana el motivo por el que he nacido.
¿O acaso lo he olvidado? No quiero olvidar el amor de Dios que empuja
mis días. Él tiene para mí un deseo. Comenta el padre José Kentenich:
«Desde toda la eternidad Dios tiene una idea
determinada de mí. Él ha previsto una determinada misión para mí. El
Espíritu Santo es el que me conduce y me prepara para esta gran misión. En
la medida en que yo cumpla con esta singular misión seré santo«[1].
Mi santidad está unida a esa misión oculta a los ojos
de los hombres. Tengo una misión que cumplir en este mundo. Para algo he
nacido. Para algo estoy aquí luchando y dando la vida.
Por eso no quiero herir con mis palabras, con
mis omisiones o mis actos. Prefiero sufrir en silencio, guardar la calma,
pacificar lleno de paz en medio de la tormenta.
Esperar contra toda esperanza, mirar al débil, al
huérfano, a la viuda. Tender mi mano, detenerme al borde del camino a socorrer
al herido.
Al final de la vida sólo quedará el amor sembrado, el
abrazo que he regalado, la sonrisa cálida que han guardado en la memoria los
que han sido amados. Mi mirada levantando al caído.
Eso quedará por encima del paso del tiempo. Ni
el dinero, ni los éxitos, ni la imagen perfecta que quiero dar al mundo durarán
mucho tiempo.
Todo eso pasará, se escapará entre los dedos, volará
por encima de los recuerdos y no dejará nada a su paso. Sólo cenizas.
Quiero pensar que la vida que no se da se
pierde. No oprimo a nadie, ni exijo más de lo que pueden darme. No pido al
que no tiene, no mando al que no puede seguir mis pasos.
Callo, guardo silencio, acompaño la vida sostenida con
delicadeza. Espero, soy manso y paciente. Esas
obras parecen la misión imposible que Dios pone en mi alma para que no me
olvide de dónde vengo.
Sólo soy un peregrino en esta tierra, un misionero por
vocación, un amante en mi esencia y un amado que quiere amar y sostener al
débil. Guardar sus sueños entre mis dedos frágiles. Sostener sus pies perdidos.
Es la misión de mi vida por la que seré recordado, al
menos en el corazón de Jesús que guarda toda mi memoria.
[1] J. Kentenich, Jornada 1928
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia