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Dios quiere que disfrute su fiesta,
que descanse, que me alegre. Su casa es un banquete. Su
vida es alegría. Esta imagen ilumina mi mirada al pensar en el
cielo. Así es Dios, así será mi vida junto a Él.
Así tendría que ser siempre mi Iglesia
ahora, allí donde vivo en la presencia de Dios. Pero no es así. No
siempre vivo con alegría junto a Dios.
Me fijo en las normas que
tengo que cumplir para poder estar con Él. Siento que si no las cumplo me
niegan la entrada, vetan mi paso.
Entonces vivo frustrado al
pensar en ese Dios que sólo me acepta y me quiere si cumplo,
si me porto bien, si soy buen cristiano y respeto las normas y los desafíos que
Dios me exige.
En una película le preguntaba la
protagonista a su madrastra: «¿Tú no te imaginas nada que pueda ser mejor
que la realidad?». Y ella respondía: – Nada.
Si no sueño con cosas grandes no
llegaré muy lejos. Si no me imagino un cielo lleno de vida y banquetes no
tendré ganas de ir a ese cielo.
Sueño con un
amor infinito que tapa todos mis vacíos. Y sana mi alma
enferma.
No le dejo espacio en mi vida a la imaginación. Decía Paul
Claudel: «El
orden es el placer de la razón pero el desorden es la delicia de la imaginación».
Mi razón busca el orden, el
equilibrio. Piensa en lo que es esperable de esta vida. Vive de la lógica y de
lo predecible. No acepta el desorden que pone en riesgo la paz del alma.
Intento acallar esa imaginación loca
que me saca de lo real, de lo concreto, de lo tangible, de lo que puedo esperar
de la vida y de lo que no es esperable.
El amor se mueve en el campo de esa
imaginación que no me deja tranquilo con lo que tengo. Y me pide que fije la
mirada en la realidad para traspasarla, para ver más allá, más lejos.
¿Nunca me he imaginado nada mejor de
lo que veo? ¿Dónde quedan mis fantasías? Quiero tener un alma de niño. Decía
José Antonio Fernández: «Quizás el adulto sea un niño
empobrecido».
Puede que me haya vuelto adulto sin
imaginación y sin ganas de fiesta. No quiero ser un hombre envejecido sin
fantasía. Es como si prefiriera el mérito y el derecho a la gratuidad de un
banquete de bodas.
No desean el banquete ni la
celebración. O no saben que es eso lo que se pierden. Tal vez prefieren seguir
con sus vidas como hasta ese momento.
No necesitan a
un Dios lleno de normas. Quizás no saben que hay un banquete, una fiesta. Prefieren
vivir la tristeza de sus días monótonos, mantienen el gris de sus trajes y la
ausencia de colores de sus vidas.
No se arriesgan. Han silenciado la
música y hablan muy quedo, para no molestar, para no hacer ruido. Saben que lo
razonable es lo que toca, lo que corresponde.
No tienen prisas, no se emocionan, no
lloran ni ríen. Viven moderadamente el presente que tienen ante sus ojos. No
imaginan nada mejor que su rutina.
No enloquecen de alegría. No lloran
con angustia. No tienen emociones profundas y
parece que no sufren ni padecen. Están aletargados y ya nada de lo que ven les
deja impresión en el alma.
Viven tan en la superficie que el agua
no penetra en lo más hondo de sus almas. No se ilusionan con el futuro. Consumen
las horas del día sin pasión, sin entusiasmo.
Se sienten responsables de lo que
hacen. Hablan de justicia y de derechos. Lo que ellos merecen, lo que no es de
su incumbencia. Viven en soledad lejos de la fiesta.
Cumplen orgullosos las normas que otros prescriben. No se
preguntan por el sentido de sus vidas y dejan pasar ante sus ojos oportunidades
de vivir de una forma diferente.
No quieren oír hablar de banquetes ni
de fiestas. No pierden nunca el tiempo porque vale mucho cada hora. Yo no
quiero vivir huyendo de mis propios sueños y deseos.
¡Desea!
Leía el otro día:
«Es bueno abrigar los deseos, cortejarlos y acariciarlos largo y tendido con la fantasía»[1].
Quiero cuidar mis sueños y acariciarlos en mi fantasía. Anhelo un cielo abierto ante mis ojos. Y una fiesta, y un abrazo que no acabe nunca. Y poseer en plenitud lo que aquí está tan lejos.
Y desear lo imposible para llegar a
las altas cimas. Y no tener miedo de perderlo todo mientras siga el alma
soñando con lo que aún no alcanza.
«La
realización del deseo y, por lo tanto, una vida realizada, se producen mediante
el encuentro de las dos directrices opuestas, los deseos y los límites»[2].
Reconozco mis límites, mis fronteras,
mis carencias. Y acaricio feliz los deseos que me alegran el
alma cada día.
[1] Giovanni Cucci SJ, La
fuerza que nace de la debilidad
[2] Giovanni Cucci SJ, La
fuerza que nace de la debilidad
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia