Quizás tengo una imagen falsa de Dios. Creo en un Dios que me vigila, me controla, me persigue. Hablo quizás mucho de Él, pero no me lo he encontrado nunca en el camino.
Y me imagino entonces a un Dios que busca mi mal y quiere que caiga. El pecado cierra mi camino de hijo que busca a Dios.
En medio de la suciedad de mi pecado no me siento digno. Miro la fealdad de mis faltas y me alejo avergonzado. Dios no me va a querer así, tal como vengo.
Él no va a desear abrazarme estando yo tan sucio. Huelo mal, a podredumbre. No soy digno de su amor justo.
Se me olvida mi condición de niño pecador y débil. No soy yo Dios aunque lo intento. Soy hombre, creado a su imagen y semejanza, sólo eso.
Y yo quiero tener el control de todo, ser yo el que decide lo que hay que hacer y dónde hay que ir. Yo el que determina lo que se hace, lo que se deja a un lado. Yo el que consigue los logros.
Quiero ser el que gobierna los días y marca la ruta a seguir. Tengo derecho a muchas cosas, el mundo me las debe, Dios mismo. Y así vivo, convencido. Todos me deben algo.
Todo es un regalo
Se me olvida el don de la vida, la gratuidad que he tocado con mis manos desde niño. Se me olvida que desde que nací sólo puedo dar gracias por el don de ser quien soy, de poder amar, abrazar, gritar, sonreír, vivir. Hoy escucho:
«La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos».
Quiero alabar a Dios por todo lo que ha hecho en mí. No quiero olvidar lo pequeño, lo evidente, lo que creo merecer. ¿Qué merezco? Sólo llamarme hijo de Dios y ni siquiera eso lo merezco, también es un don.
La vida, la salud, el hogar, los alimentos, el amor que recibo, los logros que consigo. Todo es don. Alabar es un acto en el que todo mi ser se entrega en agradecimiento al Dios de mi vida.
Lo alabo por estar caminando conmigo. Lo alabo por haberme rescatado en medio de mis luchas. Lo alabo por ser el Dios que construye mi vida. Lo alabo porque no sabría hacer nada más si no fuera por Él que vive en mi interior.
Alabar es un grito sin forma que brota de mi alma. Es un canto de gratitud que no tiene estructura, ni se construye con palabras adecuadas.
Es un murmullo, un grito sin armonía, un amor que se derrama en forma de río violento. Es cascada o mar en tempestad. Es viento o brisa suave. Es la forma torpe que tengo de expresar mi amor limitado a ese Dios que me ama de forma ilimitada.
Eso era el pecado
Sé que mi pecado me vuelve arisco. Mi falta de perdón me hace vivir en guerra con el mundo. Mi incapacidad para ser feliz me lleva a hacer de mi amargura un arma arrojadiza contra los que me odian.
Mi corazón rígido y endurecido no percibe el bien, sólo ve la falta de bien, la ausencia de amor. Sólo percibe lo que los demás no hacen, sin valorar lo que hacen.
No agradece por las cosas evidentes porque siempre espera más de la vida, de Dios, de los que dicen amarlo. El corazón desagradecido nunca es feliz.
Como los niños
El corazón del niño siempre agradece, mira la vida conmovido y alaba a Dios por estar en esa vida presente, actuando, amando.
Me gusta esa mirada del niño que se siente tan pequeño ante Dios. Así quisiera ser yo cada mañana. Me levanto alabando a Dios por el día que me regala.
Me levanto con la sonrisa en los labios saboreando el día con sus horas, el tiempo que disfruto. Los sueños que anidan en mi interior.
No me siento en deuda, no siento que nadie esté en deuda conmigo. Alabo a Dios que me ha creado y me ha amado antes, mucho antes de que yo supiera que iba a ser feliz sólo si lo amaba.
Dejo a un lado mi pecado. Dios lo ve y se conmueve ante mi desvalimiento. Y me ama sucio, sin dignidad, pobre y desprovisto de méritos. Y me quiere como lo más valioso de su vida. Sólo su amor de misericordia me salva.
[1] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios
[2] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia