Tengo en mi interior una claridad escondida. Puedo lograr que caigan las piedras y dejen ver la luz que llevo dentro. O puedo seguir tapiado por miedo a que descubran mi verdad, mi luz y mi tiniebla
![]() |
| MATJAŽ FEGUŠ |
No ha llegado
aún el Adviento y ya me pide Jesús que esté muy atento. No sé la hora ni el día
en el que vendrá Jesús a encontrarse conmigo:
«En lo referente al
tiempo y las circunstancias no necesitáis, hermanos, que os escriba. Sabéis
perfectamente que el día del Señor llegará como un ladrón en la noche. Pero
vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas, para que ese día no os sorprenda
como un ladrón, porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no lo sois
de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, no durmamos como los demás, sino
estemos vigilantes y despejados».
Me cuesta la
oscuridad, me duelen las tinieblas que me dejan sin ver.
Esperanza
en la oscuridad
Los
hijos de la luz llenan este mundo de esperanza. Viven en la verdad
y no les importa enfrentarla, porque la verdad siempre me hace libre.
Aunque duela
encontrar lo que está oculto en la oscuridad. Descubrir lo que permanecía
escondido. Saber lo que hay en mi interior que no sé sacar, ni contar, ni
ponerle nombre.
Pero dejar que
entre la luz en mi alma acaba con esas tinieblas que no me dejan tener paz y
alegría.
La oscuridad
siempre entristece. En ella no me reconozco. Una persona me decía hace algún
tiempo:
«Siento mucho dolor. No
me reconozco. No sé quién soy realmente, no sé para qué valgo».
Lo decía
después de haber sufrido su pecado y sus consecuencias. Porque mis actos
siempre tienen consecuencias. No me puedo olvidar.
Mis
actos negativos, pecaminosos, me envenenan, me oscurecen, me quitan la alegría
y la pasión por
vivir.
Perdonar,
a otros y a ti
Reconocer quién
soy es más difícil cuando estoy turbado. Sin perdón no entra la luz en el alma.
Y quizás el perdón a mí mismo es el que más me cuesta dar.
Puedo llegar a
perdonar al que me ha hecho daño. Al que me hirió sin saberlo. Al que por
omisión o acción dejó una huella imborrable de dolor en mi corazón.
Eso puedo
llegar a perdonarlo por la gracia de Dios. Es un perdón muy importante.
Pero el perdón que trae más
luz a mi alma es el perdón a mí mismo. Perdonarme por mi pecado, por mis actos
que me llenan de dolor, por mis caídas que parecen imperdonables, por mis
decisiones equivocadas. Por mi mediocridad y debilidad para enfrentar las
tentaciones de la vida.
Estamos heridos
Quiero
reconocer que tal vez esté enfermo en mi corazón. O roto por este caminar mío
que me ha dejado herido. Y tal vez por eso mis actos son
consecuencia de esa rotura interior que a veces no sé de dónde viene.
Y tal vez no
sea tan importante su origen. Pero sí es fundamental saber
que estoy así, herido por dentro.
Y que mis
actos, esos que no perdono, o mis faltas de amor, esas de las que me acuso,
siembran una oscuridad muy densa dentro de mi alma.
El perdón a mí
mismo trae mucha luz y mucha paz. Soy hijo de la luz. Necesito luz en mi
interior para saber qué pasos dar.
La verdad es
luminosa
¿Quién soy?
Brota con fuerza esta pregunta en mi interior. A los ojos de Dios me
muestro en mi verdad. No le puedo ocultar nada de lo que soy, de lo que
pienso, de lo que hago y no hago.
Él lo sabe
todo, me conoce muy bien y sabe lo que hay en mi corazón. Sabe que tengo más
luz que tinieblas, más fuerza que debilidad, más belleza que fealdad.
Me gusta pensar
así de Dios. Él me mira muy bien, mejor de lo que yo lo hago. Porque Dios es
luz y en su luz todo es verdad. Todo se ve bello a la luz de Dios. Como ese sol
que ilumina paisajes maravillosos, bosques llenos de vida.
En la noche
todos los bosques son iguales, y todos los árboles y todos los rostros. Pero a
la luz del día todo se llena de vida, todo lo que observo tiene color. Veo con
claridad esa belleza que me enamora.
Luces
que no se apagan
Hay en Madrid
una advocación de María que a mí me fascina. María, nuestra Señora de la Almudena.
Cuenta la
historia que en la reconquista, el pueblo de Madrid se reunió con su obispo
para ir en procesión pidiéndole a la Virgen que se manifestara.
Al comienzo de
la ocupación musulmana una mujer de Dios, enamorada de María, escondió una
imagen a la que el pueblo tenía mucha devoción, en el interior de una muralla.
La dejó allí con dos velas encendidas.
Cuentan que el
pueblo rezaba en procesión y en un momento dado se desprendieron las piedras de
una muralla y dejaron al descubierto la imagen oculta. Las dos velas seguían
encendidas.
Esta historia
siempre me ha cautivado. La fe de esa mujer. La luz de las velas que
no se apaga. María
que trae la luz a los corazones que rezan con fe, caminando en procesión.
El pueblo se
llenó de esperanza al ver su imagen. Se llenaron de luz. Esta realidad me
conmueve.
Rompe
los muros
Tengo
en mi interior una luz escondida. Puedo lograr que caigan las piedras y dejen
ver la luz que llevo dentro. O puedo seguir tapiado por miedo a que descubran
mi verdad, mi luz y mi tiniebla.
Se me olvida
que dentro de mí hay más claridad que oscuridad. Esta advocación de la
Almudena, que significa muralla, tiene que ver conmigo. Ese muro puede caer si
no pongo defensas.
Puede Dios
lograr que venza mis miedos y deje que los demás vean quién soy, cómo soy.
Verán mi pecado. Verán mi luz y eso es más fuerte. Da más vida y llena de
esperanza.
Soy
hijo de la luz, no lo olvido. Esa realidad me llena de vida.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia






