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| OSEBN ARHIV |
Pero parece que pronto me arrepiento
de esa primera idea. Y no dejo a un lado mi orgullo, ni mi amor propio, nunca
cedo ni me pongo en un segundo plano.
Si me llevan la contraria me rebelo y
a veces brota la ira en mi interior. No estoy dispuesto a que me ignoren. Creo
que me resulta imposible pasar desapercibido.
Recibir críticas y juicios negativos
me llena de tristeza, no lo acepto nunca. Renunciar a mi yo por amor a otros,
me resulta descabellado.
La humildad escondida
Al mismo tiempo sé que el amor
verdadero tiene que ver con la humildad. Es el amor que ama en lo escondido, en
lo oculto. Comentaba el papa Francisco:
«Quien ama, no sólo evita hablar demasiado de sí mismo, sino que
además, porque está centrado en los demás, sabe ubicarse en su lugar sin
pretender ser el centro»[1].
Hablar menos de mí mismo y dejar que
otros hablen. No querer tener razón en todo y siempre. Me gustaría dejar a un
lado la autorreferencia para ensalzar más a mi prójimo.
¿Cómo se
logra?
¿En qué lugar nacieron los humildes?
¿Quién los educó en esa humildad sana que yo tanto deseo pero no logro
alcanzar? Comentaba el padre José Kentenich:
«Puedo
decirles por convicción que, si en verdad quieren tener una sana humildad, y
hoy en día debemos tener una humildad sana, no una humildad encorvada, deberán
esforzarse seriamente por la magnanimidad, por aquello
que nosotros denominamos pedagogía de ideales.
¡Verán entonces qué pronto son humildes! En caso contrario, deberán luchar por
más tiempo»[2].
Una sana humildad, una humildad enraizada
en la verdad, vive de los ideales. Parece ser que tener ideales grandes y sanos
ensancha el alma.
Desear lo que aún no tengo. Sólo es
una semilla incipiente en mi interior. Un comienzo, una raíz, un tallo casi
oculto en la maleza de mi alma.
Un ideal que se eleva sobre las
montañas y parece inalcanzable. Como ese sol que nace y muere cada día. Sólo el
que sueña con las alturas se da cuenta de su pequeña estatura.
La humildad
valora la tierra
No puedo estar tan orgulloso de lo que
he logrado que desprecie con mi mirada al que tiene menos. Un
alma grande mira al cielo y no desprecia nunca la tierra, la ama.
Entiendo que la humildad es un don que
me acerca a los hombres y me acerca a Dios. No se trata de una humildad insana
que me hace sentirme inferior.
Me quiero como
soy en mi pobreza, en mis límites, en mis sombras. La humildad me
abre a los demás, el orgullo me cierra.
Y es abierta
Las personas humildes tienen siempre
su puerta abierta. Cualquiera puede entrar en su alma. No han construido
barricadas para defenderse.
No buscan guardar su fama, su gloria.
No tienen nada que defender. No esperan que los demás las aclamen por sus
logros.
Las personas humildes valoran siempre
más a su prójimo que a ellos mismos. Ven al otro como un regalo de Dios en sus vidas.
No se comparan con el que está mejor
porque ellos en su humildad están contentos con lo que Dios les ha regalado.
No juzga
Las personas humildes no
juzgan al prójimo continuamente. Renuncian a sus puntos de
vista sin temer el descrédito ni el olvido.
La humildad no tiene nada que ver con
la tristeza. Las personas más humildes son las más
alegres. Porque están felices con lo que tienen, con las
gracias recibidas:
«La valoración alta surge del reconocimiento gozoso de los dones y
gracias recibidos de Dios»[3].
El que es verdaderamente humilde ama
lo bueno que Dios ha puesto en su corazón y está feliz con la vida que tiene.
Tiene en alta estima su propia vida y
eso le permite ver la belleza que hay en tantas personas. No sufre en las
comparaciones.
No se amarga al ver que alguien
triunfa. Valora sus logros como propios sin pensar que los éxitos ajenos puedan
ensombrecer su propio camino.
No ansían un lugar diferente al que
ahora tienen. No quieren una posición mejor, ni se vanaglorian del alto lugar
que ahora ocupan.
Simplemente saben que todo es
pasajero. Que la vida son dos días y los logros humanos una sombra que pasa. No
tiemblan, no se asustan, no se angustian si no están donde merecen.
Alguien se pierde lo que ellos pueden
dar. Pero eso no les inquieta. Dios que ve en lo escondido se alegra con su
entrega generosa aun no siendo reconocida por los hombres.
Quisiera ser
más humilde, más pobre, más libre. Y no vivir en tensión pensando que
alguien pueda llegar a quitarme lo que ahora parece mío.
No temo el olvido ni la falta de
atención por los logros conseguidos. No importa que nadie tome en cuenta lo que
valgo, lo que he hecho.
Quiero tomar con la misma paz los
halagos que las críticas. Los juicios positivos exagerados tanto como los
juicios injustos difamatorios. No me alteran ni los gritos, ni las
condenas. En lo uno como en lo otro me sé amado por
Dios, eso me salva.
[1] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia
[2] King, Herbert. King Nº 2 El
Poder del Amor
[3] Locher, Peter,Niehaus, Jonathan. Kentenich
Reader Tomo 3: Seguir al profeta
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Zenit






