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Pam Lane CC |
Venero al Dios de
los vivos, no de los muertos. Sólo los vivos alaban a Dios, no lo hacen los que
ya han fallecido. ¿Cómo puede ser santa esa muerte de la que huyo acercándome a
ella cada día más?
La
muerte acaba con mis sueños, pone punto final al camino recorrido, destroza
todos mis planes y me hace sentir que nada bueno puedo conseguir cuando dejo de
oír el último latido.
Me asusta su
caminar silencioso, cadencioso. Me llena de estupor su mirada de ojos vacíos.
Tiemblo ante su corazón sin latidos.
No
venero la muerte, porque ya ha sido vencida. En una cruz perdió
todo su poder en las manos clavadas de Jesús que era Dios, que era hombre.
Tiemblo ante la
muerte que amenaza el poder inmortal de mis pasos. Cuando siento que puedo
arrebatarle a la muerte un latido más, un nuevo día.
No
venero esa muerte que entorpece mis pasos. Pero sí me inclino ante la vida que
brota de un sepulcro sellado, o surge como un río de vida de un costado
abierto.
Tiemblo ante la muerte que no
tiene la última palabra. Porque la última palabra es de Dios, es suya y me llama desde
la vida, desde esa vida con mayúsculas que sólo intuyo, aún no la conozco.
Quiere que vaya
hacia Él, que no me acobarde, que no tiemble.
Recordar a los vivos que murieron
He levantado mi
altar de muertos, no para venerar la muerte que tanto duele y tanto temo. Más
bien para recordar a los vivos, que siguen vivos, aunque hayan muerto.
Es su voz la que
vuelve del sepulcro para pronunciar mi nombre con ternura, en medio de
recuerdos. Y siento que están vivos mis muertos. Rejuvenecidos en este altar
con comida y recuerdos.
De su mano me
adentro en la memoria, historia sagrada. Voy siguiendo su voz por las páginas
gastadas de mi alma. Y acaricio sus manos, siento sus latidos y recuerdo las
palabras que dijeron, los sueños que soñaron, los corazones que amaron.
Y la vida vuelve
a ser vida, muerta ya la muerte. Me gusta arrodillarme acariciando la piel de
los que he amado, de los que me han amado.
Siento el
silencio de sus huesos ya idos. Y escucho en mi interior esa voz que ya no es
audible, pero mi recuerdo la oye, nunca la ha olvidado, como si ahora mismo me
estuviera hablando.
Muy presentes
Pongo en este
altar las cosas que ellos amaron, lo que comieron y bebieron, los libros que
leyeron o escribieron, los amores que tuvieron.
Y al recordarlos
en mi altar vuelven por unas horas a estar muy presentes, a
mi lado.
Y con ellos canto sus canciones, las que ellos cantaron y entono sus mismas
palabras.
Y siento muy
dentro sus alegrías y dolores. Están conmigo, han vuelto. Siempre debería ser
así, lo sé, no los olvido.
Pero en este día
de muertos tiene la vida más fuerza. Un lazo invisible que me une siempre a
ellos se hace ahora tan visible, tan tangible.
He venido a rezar por sus almas, por sus vidas que están
vivas. He venido a recordar la alegría de su abrazo en mi alma.
Y siento que
la paz se hace fuerte en
mí. Están
conmigo, nunca se han ido. No se me olvida su olor, ni el timbre de su
voz, ni la suavidad de su piel ahora tan seca.
No se me olvidan
su risa, ni sus miedos llenos de temblores y sudores fríos. También recuerdo
sus gritos de alegría en momentos de plenitud. Revivo historias de entonces o
surgen como en sueños momentos nuevos.
No lo sé. Pero
están vivos, junto a mí, recorriendo parajes que ellos no conocieron y ahora sí
los viven a mi lado, porque no se han ido lejos. Están conmigo.
Alegría, dolor,… esperanza
Me duele este día
de muertos y me alegra, porque siento que he amado y me han amado. No quiero
que me pase lo que les decía Voltaire a los religiosos:
«Son personas que se juntan sin haberse conocido, conviven sin
amarse, se separan sin lamentarlo, mueren sin llorarse»[1].
Yo lloro con la
muerte y con la vida, con la despedida y con el reencuentro de los que amo.
Lágrimas conmovidas. Lágrimas que me emocionan. Lágrimas que dejan salir mi
pena y mi alegría, juntas, de la mano.
Y no me pesa tanto la ausencia, ni son amargas mis
lágrimas. Sólo se hunde en el corazón como un puñal el recuerdo, abriendo mis
entrañas, llenándolas de vida.
Tiemblo en mi pena y a la vez me lleno de paz con ese
abrazo que siento haciendo Dios que estén hoy tan presentes.
[1] King, Herbert. King Nº 2
El Poder del Amor
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia