Palabras del Papa antes del Ángelus
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| Ángelus 6 dic. 2020 (C) Vatican Media |
“La conversión implica el dolor
de los pecados cometidos, el deseo de liberarse de ellos, el propósito de
excluirlos para siempre de la propia vida”.
“No nos podemos convertir con
nuestras propias fuerzas”, dijo, y nos invitó a “pedir a Dios que nos
convierta”
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Palabras antes del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
El Evangelio de este
domingo (Mc 1,1-8) presenta la figura y la obra de Juan el Bautista,
que señaló a sus contemporáneos un itinerario de fe similar al que el Adviento
nos propone a nosotros, que nos preparamos para recibir al Señor en Navidad.
Este itinerario de fe es un itinerario de conversión. ¿Qué significa la
palabra “conversión”? En la Biblia quiere decir, ante todo, cambiar de
dirección y orientación; y, por tanto, cambiar nuestra manera de pensar.
En la vida moral y espiritual,
convertirse significa pasar del mal al bien, del pecado al amor de Dios.
Esto es lo que enseñaba el Bautista, que en el desierto de Judea proclamaba “un
bautismo de conversión para perdón de los pecados” (v. 4). Recibir el
bautismo era un signo externo y visible de la conversión de quienes escuchaban
su predicación y decidían hacer penitencia. Ese bautismo tenía lugar con la
inmersión en el Jordán, en el agua, pero resultaba inútil, era solamente un
signo y resultaba inútil sin la voluntad de arrepentirse y cambiar de vida.
La conversión implica el dolor de
los pecados cometidos, el deseo de liberarse de ellos, el propósito de
excluirlos para siempre de la propia vida. Para excluir el pecado, hay que
rechazar también todo lo que está relacionado con él, las cosas que están
ligadas al pecado y, esto es, hay que rechazar la mentalidad mundana, el apego
excesivo a las comodidades, el apego excesivo al placer, al bienestar, a las
riquezas. El ejemplo de este desapego nos lo ofrece una vez más el Evangelio de
hoy en la figura de Juan el Bautista: un hombre austero, que renuncia a lo
superfluo y busca lo esencial. Este es el primer aspecto de la
conversión: desapego del pecado y de la mundanidad. Comenzar un camino de
desapego hacia estas cosas.
El otro aspecto de la conversión
es el fin del camino, es decir, la búsqueda de Dios y de su reino.
Desapego de las cosas mundanas y búsqueda de Dios y de su reino. El abandono de
las comodidades y la mentalidad mundana no es un fin en sí mismo, no es una
ascesis solo para hacer penitencia; el cristiano no hace “el faquir”. Es otra
cosa. El desapego no es un fin en sí mismo, sino que tiene como objetivo lograr
algo más grande, es decir, el reino de Dios, la comunión con Dios, la amistad
con Dios. Pero esto no es fácil, porque son muchas las ataduras que nos
mantienen cerca del pecado, y no es fácil… La tentación siempre te tira hacia
abajo, te abate, y así las ataduras que nos mantienen cercanos al pecado:
inconstancia, desánimo, malicia, mal ambiente y malos ejemplos.
A veces el impulso que sentimos
hacia el Señor es demasiado débil y parece casi como si Dios callara; nos
parecen lejanas e irreales sus promesas de consolación, como la imagen del
pastor diligente y solícito, que resuena hoy en la lectura de Isaías (cf. Is 40,1.11).
Y entonces sentimos la tentación de decir que es imposible convertirse de
verdad. ¿Cuántas veces hemos sentido este desánimo? “¡No, no puedo hacerlo! Lo
empiezo un poco y luego vuelvo atrás”. Y esto es malo. Pero es posible, es
posible. Cuando tengas esa idea de desanimarte, no te quedes ahí, porque son
arenas movedizas: son arenas movedizas: las arenas movedizas de una existencia
mediocre. La mediocridad es esto. ¿Qué se puede hacer en estos casos, cuando
quisieras seguir pero sientes que no puedes?
En primer lugar, recordar que la
conversión es una gracia: nadie puede convertirse con sus propias
fuerzas. Es una gracia que te da el Señor, y que, por tanto, hay que pedir a
Dios con fuerza, pedirle a Dios que nos convierta Él, que verdaderamente
podamos convertirnos, en la medida en que nos abrimos a la belleza, la bondad,
la ternura de Dios. Pensad en la ternura de Dios. Dios no es un padre terrible,
un padre malo, no. Es tierno, nos ama tanto, como el Buen Pastor, que busca la
última de su rebaño. Es amor, y la conversión es esto: una gracia de Dios. Tú
empieza a caminar, porque es Él quien te mueve a caminar, y verás cómo llega.
Reza, camina y siempre darás un paso adelante.
Que María Santísima, a quien
pasado mañana celebraremos como la Inmaculada Concepción, nos ayude a
desprendernos cada vez más del pecado y de la mundanidad, para abrirnos a Dios,
a su palabra, a su amor que regenera y salva.
Raquel Anillo
Fuente: Zenit






