Dios siempre bendice a los hombres
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| Audiencia General, 2 dic. 2020 © Vatican Media |
La audiencia general de hoy, 2 de diciembre de 2020, ha sido
emitida desde la biblioteca del Palacio Apostólico vaticano, sin fieles, en
prevención frente a la COVID-19. A lo largo de la misma, el Santo Padre ha
continuado con el ciclo de catequesis sobre la oración, centrándose en el tema
“La bendición” (Lectura: Ef. 1, 3-6).
Al comienzo de la catequesis, el Papa ha subrayado que Dios
bendice, pero también lo hacen los hombres, y con prontitud se descubre que “la
bendición posee una fuerza especial, que acompaña para toda la vida a quien la
recibe, y dispone el corazón del hombre a dejarse cambiar por Dios”.
La huella inalterable de Dios
El Pontífice ha señalado cómo la obra “buena y bella” creada por
Dios al principio se “alterará” y el ser humano “se convertirá en una criatura
degenerada, capaz de difundir el mal y la muerte por el mundo”.
Sin embargo, añade, “nada podrá cancelar nunca la primera
huella de Dios, una huella de bondad que Dios ha puesto en el mundo, en la
naturaleza humana, en todos nosotros: la capacidad de bendecir y el hecho de
ser bendecidos”. El Señor no se ha equivocado “con la creación y tampoco con la
creación del hombre”: “La esperanza del mundo reside completamente en la
bendición de Dios”.
Jesucristo es la bendición
Francisco subraya que “la gran bendición” de Dios para toda la
humanidad es Jesucristo, que “nos ha salvado a todos”: “Él es la Palabra eterna
con la que el Padre nos ha bendecido ‘siendo nosotros todavía pecadores’ (Rm 5,8)
dice san Pablo: Palabra hecha carne y ofrecida por nosotros en la cruz”.
San Pablo “proclama con emoción el plan de amor de Dios” en su epístola a los Efesios. En esta línea, el Sucesor de
Pedro indica que “no hay pecado que pueda cancelar completamente la imagen de
Cristo presente en cada uno de nosotros. Ningún pecado puede cancelar esa
imagen que Dios nos ha dado a nosotros. La imagen de Cristo. Puede
desfigurarla, pero no puede quitarla de la misericordia divina”.
De este modo, “un pecador puede permanecer en sus errores
durante mucho tiempo, pero Dios es paciente hasta el último instante, esperando
que al final ese corazón se abra y cambie. Dios es como un buen padre y como
una buena madre, también Él es una buena madre: nunca dejan de amar a su hijo,
por mucho que se equivoque, siempre”.
El Obispo de Roma reitera que para Dios “somos más importantes
que todos los pecados que nosotros podamos hacer”.
Después, apunta que es una experiencia intensa proclamar los
“textos bíblicos de bendición” en prisiones o centros de desintoxicación,
haciendo “sentir a esas personas que permanecen bendecidas no obstante sus
graves errores, que el Padre celeste sigue queriendo su bien y esperando que se
abran finalmente al bien”, aun cuando sus parientes cercanos les abandonan y
juzgan “irrecuperables”.
En esta línea, resalta que “Dios no puede cancelar en nosotros
la imagen de hijo, cada uno de nosotros es hijo, es hija. A veces ocurren
milagros: hombres y mujeres que renacen. Porque encuentran esta bendición que
les ha ungido como hijos. Porque la gracia de Dios cambia la vida: nos toma
como somos, pero no nos deja nunca como somos”.
Responder a la bendición de Dios
Citando el Catecismo, el Papa Francisco muestra cómo debemos
responder a la “bendición de Dios”, que “nos ha enseñado a bendecir y nosotros
debemos bendecir” con “oración de alabanza, de adoración, de acción de
gracias”.
Sin embargo, “debemos bendecir todo en Él, bendecir a Dios”, a
los “hermanos y “al mundo”: esta es la “raíz de la mansedumbre cristiana”.
Vivimos en un mundo que “necesita bendición”, y “nosotros podemos” darla y
recibirla.
Por último, el Santo Padre habla de toda esa gente que “está
acostumbrada a maldecir, que tiene siempre en la boca, también en el corazón,
una palabra fea, una maldición”. A ellos les anima a “pedir al Señor la gracia
de cambiar esta costumbre” para tener un “corazón bendecido”.
A continuación, sigue la catequesis completa del Papa.
***
Catequesis 17. La bendición
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy nos detenemos en una dimensión esencial de la oración: la
bendición. Continuamos las reflexiones sobre la oración. En las narraciones de
la creación (cfr. Gen 1-2) Dios continuamente bendice la vida,
siempre. Bendice a los animales (1,22), bendice al hombre y a la mujer (1,28),
finalmente bendice el sábado, día de reposo y del disfrute de toda la creación
(2,3).
Es Dios que bendice. En las primeras páginas de la Biblia es un
continuo repetirse de bendiciones. Dios bendice, pero también los hombres
bendicen, y pronto se descubre que la bendición posee una fuerza especial, que
acompaña para toda la vida a quien la recibe, y dispone el corazón del hombre a
dejarse cambiar por Dios (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, 61).
Al principio del mundo está Dios que “dice-bien”, bien-dice,
dice-bien. Él ve que cada obra de sus manos es buena y bella, y cuando llega al
hombre, y la creación se realiza, reconoce que “estaba muy bien” (Gen 1,31).
Poco después, esa belleza que Dios ha impreso en su obra se
alterará, y el ser humano se convertirá en una criatura degenerada, capaz de
difundir el mal y la muerte por el mundo; pero nada podrá cancelar nunca la
primera huella de Dios, una huella de bondad que Dios ha puesto en el mundo, en
la naturaleza humana, en todos nosotros: la capacidad de bendecir y el hecho de
ser bendecidos.
Dios no se ha equivocado con la creación y tampoco con la
creación del hombre. La esperanza del mundo reside
completamente en la bendición de Dios: Él sigue queriéndonos,
Él el primero, como dice el poeta Péguy[1], sigue esperando nuestro bien.
La gran bendición de Dios es Jesucristo, es el gran don de Dios,
su Hijo. Es una bendición para toda la humanidad, es una bendición que nos ha
salvado a todos. Él es la Palabra eterna con la que el Padre nos ha bendecido
“siendo nosotros todavía pecadores” (Rm 5,8) dice san Pablo:
Palabra hecha carne y ofrecida por nosotros en la cruz.
San Pablo proclama con emoción el plan de amor de Dios y dice
así: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha
bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo;
por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser
santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para
ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su
voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el
Amado” (Ef 1,3-6).
No hay pecado que pueda cancelar completamente la imagen del
Cristo presente en cada uno de nosotros. Ningún pecado puede cancelar esa
imagen que Dios nos ha dado a nosotros. La imagen de Cristo. Puede
desfigurarla, pero no puede quitarla de la misericordia de Dios. Un pecador
puede permanecer en sus errores durante mucho tiempo, pero Dios es paciente
hasta el último instante, esperando que al final ese corazón se abra y cambie.
Dios es como un buen padre y como una buena madre, también Él es
una buena madre: nunca dejan de amar a su hijo, por mucho que se equivoque,
siempre. Me viene a la mente las muchas veces que he visto a la gente hacer
fila para entrar en la cárcel. Muchas madres en fila para entrar y ver a su
hijo preso: no dejan de amar al hijo y ellas saben que la gente que pasa en el
autobús dice “Ah, esa es la madre del preso”.
Y sin embargo no tienen vergüenza por esto, o mejor, tienen
vergüenza pero van adelante, porque es más importante el hijo que la vergüenza.
Así nosotros para Dios somos más importantes que todos los pecados que nosotros
podamos hacer, porque Él es padre, es madre, es amor puro, Él nos ha bendecido
para siempre. Y no dejará nunca de bendecirnos.
Una experiencia intensa es la de leer estos textos bíblicos de
bendición en una prisión, o en un centro de desintoxicación. Hacer sentir a
esas personas que permanecen bendecidas no obstante sus graves errores, que el
Padre celeste sigue queriendo su bien y esperando que se abran finalmente al
bien.
Si incluso sus parientes más cercanos les han abandonado, porque
ya les juzgan como irrecuperables, para Dios son siempre hijos. Dios no puede
cancelar en nosotros la imagen de hijo, cada uno de nosotros es hijo, es hija.
A veces ocurren milagros: hombres y mujeres que renacen.
Porque encuentran esta bendición que les ha ungido como hijos. Porque la gracia
de Dios cambia la vida: nos toma como somos, pero no nos deja nunca como somos.
Pensemos en lo que hizo Jesús con Zaqueo (cfr. Lc 19,1-10),
por ejemplo. Todos veían en él el mal; Jesús sin embargo ve un destello de
bien, y de ahí, de su curiosidad por ver a Jesús, hace pasar la misericordia
que salva.
Así cambió primero el corazón y después la vida de Zaqueo. En
las personas marginadas y rechazadas, Jesús veía la indeleble bendición del
Padre. Zaqueo es un pecador público, ha hecho muchas cosas malas, pero Jesús
veía ese signo indeleble de la bendición del Padre y de ahí su compasión. Esa
frase que se repite tanto en el Evangelio, “tuvo compasión”, y esa
compasión lo lleva a ayudarlo y cambiarle el corazón.
Es más, llegó a identificarse a sí mismo con cada persona
necesitada (cfr. Mt 25,31-46). En el pasaje del “protocolo”
final sobre el cual todos nosotros seremos juzgados, Mateo 25, Jesús dice: “Yo
estaba hambriento, yo estaba desnudo, yo estaba en la cárcel, yo estaba en el
hospital, yo estaba ahí…”.
Ante la bendición de Dios, también nosotros respondemos
bendiciendo —Dios nos ha enseñado a bendecir y nosotros debemos bendecir—: es
la oración de alabanza, de adoración, de acción de gracias.
El Catecismo escribe:
“La oración de bendición es la respuesta del hombre a los dones de Dios: porque
Dios bendice, el corazón del hombre puede bendecir a su vez a Aquel que es la
fuente de toda bendición” (n. 2626). La oración es alegría y reconocimiento.
Dios no ha esperado que nos convirtiéramos para comenzar a amarnos, sino que
nos ha amado primero, cuando todavía estábamos en el pecado.
No podemos solo bendecir a este Dios que nos bendice, debemos
bendecir todo en Él, toda la gente, bendecir a Dios y bendecir a los hermanos,
bendecir el mundo: esta es la raíz de la mansedumbre cristiana, la capacidad de
sentirse bendecidos y la capacidad de bendecir.
Si todos nosotros hiciéramos así, seguramente no existirían las
guerras. Este mundo necesita bendición y nosotros podemos dar la bendición y
recibir la bendición. El Padre nos ama. Y a nosotros nos queda tan solo la
alegría de bendecirlo y la alegría de darle gracias, y de aprender de Él a no
maldecir, sino bendecir.
Y aquí solamente una palabra para la gente que está acostumbrada
a maldecir, la gente que tiene siempre en la boca, también en el corazón, una
palabra fea, una maldición. Cada uno de nosotros puede pensar: ¿yo tengo esta
costumbre de maldecir así? Y pedir al Señor la gracia de cambiar esta costumbre
para que nosotros tengamos un corazón bendecido y de un corazón bendecido no
puede salir una maldición. Que el Señor nos enseñe a no maldecir nunca sino a
bendecir.
© Librería Editora Vaticana
Gabriel Sales Triguero
Fuente: Zenit






