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| Robert Kneschke | Shutterstock |
Deseo una alegría sin miedos y la confianza de pensar
que en medio de la batalla saldré siempre indemne, sin un rasguño.
Esa confianza de los niños que han puesto su seguridad
en el cielo y no temen las dificultades del camino. Esa alegría que me viene de
lo alto como una lluvia suave que penetra mi alma y ya no me abandona.
«Estad siempre
alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en
Cristo Jesús, quiere de vosotros. Absteneos de todo género de mal. Que Él, el
Dios de la paz, os santifique plenamente. Fiel es el que os llama y es Él quien
lo hará».
Una alegría
estable
logro retenerla con manos firmes. Lo intento, me apego
a ella en medio del camino. La retengo un tiempo y pasa rápido.
La tristeza y el miedo son mis enemigos. Apagan mis
sonrisas, ahogan mis gritos de júbilo. Quiero esa alegría
honda que se viste de fiesta.
Quiero el sí sencillo y fiel que se vuelve alegre en
el camino. ¿Quién puede quitarme esa alegría? Ni la persecución, ni el hambre,
ni la soledad, ni la infamia, ni las afrentas injustas. Nada debería
quitarme la alegría que viene de Dios.
Sueño con estar siempre alegre y retener esa paz que
vence los miedos que a menudo me acobardan. Quiero una alegría que me guarde de
todo mal.
¿Cómo
conseguirla?
Hoy busco esa alegría más profunda, esa alegría que
viene de Dios. Decía el padre José Kentenich:
«Si no recibo
alegría, si no tengo alegría tanto por mi crecimiento interior en Dios como por
el de los demás, ¿qué efectos habrá? Si la alegría es un instinto
primordial, el hombre se buscará la alegría en otra parte».
Es un instinto del corazón. Es algo innato que
me lleva a buscar una alegría que no se agote, que no se acabe. Quiero vivir
alegre en Dios, confiado.
¿Dónde están las fuentes de mi alegría más verdadera? Busco dentro de mí esa grieta por donde me llega la paz de Dios, ese
camino abierto en lo más oculto de mi ser donde Dios llena de risas mis
nostalgias y mis miedos.
Es más fuerte la luz que la noche, más fuerte
el canto alegre que el silencio lleno de reproches. Más grande la risa
franca que la tristeza honda que no puedo apagar con nada.
Busco las fuentes de mi alegría que nadie me va a
quitar. Quiero limpiarlas en este Adviento para vivir alegre y disfrutando cada
día de mi camino a Belén.
Valgo para Dios
Salgo de mis reproches y tristezas para ponerme en
camino hacia Dios y lo miro con alegría, no con temor, no con sentimiento de
culpa. Decía el Padre Kentenich:
«Si coloco
siempre en el centro de mi pensamiento mi pequeñez, mi dependencia de Dios, mi
ser nada ante Dios, el efecto será la actitud fundamental de la opresión: estoy
oprimido frente a Dios. Si yo dijera reiteradamente en mis pláticas: – Tú no
puedes hacer nada pero Dios ha hecho de ti algo valioso, esa afirmación tiene
que causar una falta de alegría en mi relación con Dios. Por eso, se busca la
alegría en otra parte: en el mundo de las alegrías sensibles y del pecado».
No acentúo el sentimiento de que no soy nada ante
Dios. Poco puedo, lo sé. Pero puedo mucho porque soy hijo suyo. Soy
grande en sus manos y este sentimiento de valor me causa alegría.
Le hago falta a Dios y no puede prescindir de mí. Soy
un instrumento único y valioso en sus manos, eso me da alegría. Soy importante
para su misión y sin mí le falta algo.
Lo que yo aporto es único. Esa conciencia me llena de
paz y felicidad. Soy su hijo querido y no puedo eludir mi entrega, mi
generosidad, mi ofrecimiento diario. Esa labor mía es un regalo.
Caminar y
descansar feliz
Y mi alegría entonces descansa en ese Dios que ha
visto mi belleza y cree en mí. Sabe que
soy valioso en este mundo. No quiere que renuncie al poder que me ha dado, a
los talentos que ha puesto en mi corazón.
Son suyos, no míos, pero a mí me dan paz y alegría. No
me quedo en mi miseria, miro más su misericordia. No me centro tanto
en que no puedo nada, pero acentúo que lo puedo todo en sus manos.
Y sé que cuando esté a punto de caer, cuando me falten
las fuerzas, Él va a venir a suplir mi carencia, a salvarme en medio de mis
batallas perdidas.
Me gusta mirar así la vida y me causa alegría. No me
enorgullezco pensando que lo puedo todo, pero tampoco me humillo pensando que
no puedo nada.
Dios lo puede todo, Dios me salva. Y
su mirada cambia mi corazón enfermo. Su mirada me alegra y me llena de
sonrisas. Ha visto quién soy, lo grande que soy, y esa conciencia de mi
valor me hace sonreír y caminar feliz a su lado.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia






