¿Eres como una “olla a presión” cuando te enfadas? ¿Te cuesta controlar la ira?
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Séneca, Aristóteles,
Plutarco, Cicerón, san Agustín, santo Tomás de Aquino, Montaigne… todos disertaron,
debatieron y detestaron tanto como defendieron esta pasión.
Los Antiguos creían que la ira residía
en el fondo de nuestras entrañas, entre el hígado y los intestinos. Cólera
viene del latín ira, emparentada con la palabra hira, que significa vísceras,
intestinos, entrañas.
Sí, ciertamente, la cólera es el grito de nuestras
entrañas. No es de extrañar, entonces, que la palabra coincida con la de la
enfermedad cólera, que literalmente significa “vomitar la bilis”.
El airado y el bilioso son una y la misma persona.
“¡No me alteres la bilis, que te conozco!”, renegábamos antes. La analogía con
este líquido amargo amarillo verdoso, producido por el hígado y almacenado en la
vesícula biliar, es muy instructiva si nos tomamos la molestia de abrir un buen
manual viejo de biología.
En nuestro organismo, la bilis desempeña una
doble función: evacúa nuestros desechos y actúa como un detergente en nuestro estómago.
Resumiendo, nos limpia de arriba abajo. Como nuestros enfados.
El efecto
“olla a presión”
No son difíciles de identificar. Dos minutos. Ese
es el tiempo máximo que necesitarás para recordar la última vez que “perdiste
los estribos” o que alguna otra persona tuvo un acceso de cólera. No más.
Nuestros enfados rara vez
pasan desapercibidos. Tienen necesidad de mostrarse, en todas las acepciones
de la palabra (cinco), para existir. De lo contrario, serían inútiles.
La alegría, el miedo, la
tristeza pueden ser interiores. Imperceptibles. La cólera, no. Incluso cuando
se reprime, vuelve a salir tarde o temprano. Es el efecto “olla a presión”.
Su marca de la casa es
impactar. ¿Quién
no conserva el recuerdo de algún abuelo furibundo que puso en su sitio a los
refunfuñones de turno? ¿O de ese colega al que se le calentó la sangre en un
lugar público? Las paredes tiemblan todavía… En este género, nuestros
pequeñines son unos especialistas.
De todos es sabido que a
los niños les encanta la ira. Siempre tienen alguna rabieta bajo la manga:
por la mañana antes de ir al colegio, por la noche antes de acostarse, el
domingo en la iglesia cuando todo el mundo está en silencio…
Esta expresión de la cólera es necesaria. Es una
válvula de escape de nuestros estados del alma, de nuestras frustraciones, de
nuestros deseos, de nuestras decepciones…
En resumen, todos necesitamos desahogarnos y sacar toda
nuestra… ¡bilis!
“Esto permite que cada uno defina sus límites y su identidad.
Dice ‘no’ a lo que no nos conviene”, explica la psicoterapeuta Isabelle
Filliozat.
Inseparable
de la razón
Sin embargo, no todos nuestros enfados son buenos.
No habría que confundir la ira movida por la reparación de una injusticia y los
arrebatos de cólera, que son una reacción emocional violenta sin razón válida.
Aristóteles fue uno de los
primeros en crear los criterios de una cólera justa.
La
ira en sí no es moral o inmoral, sino el uso que se hace de ella”
La cólera es inseparable
de la razón. Sin razón, esta pasión se volvería loca, y nosotros con ella.
San
Gregorioinsiste en este punto sobre la ira:
Que,
como una esclava dispuesta a obedecer, nunca deje de ir detrás de la razón”.
Santo Tomás de Aquino coincide:
Es
loable airarse conforme a la razón recta”.
Ejercicio muy difícil para
esta razón cuyo
papel, prosigue Aristóteles, consiste en valorar las condiciones en las que la
ira puede ejercerse:
“Le corresponde juzgar su oportunidad, su
intensidad, su frecuencia; decidir si, por ejemplo, nos airamos en el momento
que conviene, por motivos válidos, contra personas que lo merecen, por fines y
en circunstancias satisfactorias”.
Cuando se sabe que se tarda doce milésimas de segundo en
reaccionar emocionalmente y el doble de tiempo en evaluar una situación desde
un punto de vista racional, el margen de mejora a la hora de
racionalizar nuestra ira es considerable.
Incluso cuando apuntare a una causa justa, nuestra
cólera no estaría más carente de falta si cae en uno u otro de estos dos
escollos: el exceso y el laxismo.
Por exceso, nuestra ira se
vuelve viciada si causa disputa, indignación, si se busca para
obtener clamor para uno mismo, si conduce a la blasfemia o a la contumelia
(palabra o acción que atenta contra el amor propio de una persona). En este
sentido, está considerada como uno de los siete pecados capitales.
Por el contrario, “el que no se irrita teniendo motivo comete
pecado”, según afirma san Juan
Crisóstomo, “porque la paciencia irracional siembra
vicios, alimenta la negligencia e invita al mal, no sólo a los malos, sino
también a los buenos”.
Cuando la
ira se convierte en servicio para uno y para los demás
Nuestra razón no será siempre suficiente para
dominar nuestra irascibilidad. Nuestra cólera deberá también ser pasada por el
fuego del Espíritu y de la fe para ser librada de sus impurezas.
Es lo que la pensadora protestante Lytta Basset
denomina como cólera santa, es decir, la lucha justa por la vida de los
demás y la nuestra.
Puede ser, por ejemplo, decir “Me niego” en
determinada circunstancia, o incluso mantener una elección o un proyecto que
consideramos justo y necesario para el bien común.
Orientada hacia la justicia, esta cólera san(t)a
“hace acceder al ser humano a su núcleo duro, a esa semilla indestructible de
la Vida en él: algo que resiste en el fondo y algo emparentado con Dios”. La
cólera se convierte en servicio para uno y para los demás, y no en una sevicia.
Sin embargo, esta conversión de la cólera,
potencialmente destructiva, en esta fuerza de vida, solo es posible si
aceptamos abandonarnos, con nuestra ira, entre las manos de nuestro Creador. Y
renunciar a todo deseo de venganza.
La
confrontación antes que la indiferencia
“A Dios no le altera ninguna pasión”, nos dice san
Agustín.“La ira de Dios no es para Él una alteración del alma, sino
el juicio que inflige una pena al pecado”.
“Una cólera santa es una cólera que se ha
depositado en Aquel que no renuncia nunca a que se haga justicia (…). Si ha
renunciado a apropiarse de la cólera de Dios, es que consintió el ‘camino para
que llegue la espada’: es el Señor quien juzgará a su pueblo”. No nosotros.
San Pablo nos anima a ello:
“Queridos míos, no hagan justicia por sus propias
manos, antes bien, den lugar a la ira de Dios. Porque está escrito: Yo
castigaré. Yo daré la retribución, dice el Señor” (Rm 12,19).
Pasar nuestra ira por el
fuego de la santidad es también negarnos a romper la relación con el prójimo.
Es preferir la confrontación a la indiferencia. “Si me enfado con mi
hermano, es que creo un mínimo en su humanidad, es decir, en su capacidad para
progresar”, escribe Lytta Basset.
Este vínculo mantenido incluso en la tempestad es
el único que conduce al perdón.
“Si se enojan, no se dejen
arrastrar al pecado ni permitan que la noche los sorprenda enojados”, escribe san Pablo
(Ef 4,26).
Más que una técnica de regreso a la calma, nuestra
época haría mejor en enseñar una ética, la de la mansedumbre, auténtica
“moderadora” de nuestra ira.
Antoine Pasquier
Fuente: Edifa