Consumismo y crisis sanitaria
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| Centro comercial en Navidad (C) Phere |
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El placer de gastar es uno
de los gustos más refinados de nuestra naturaleza humana. La navidad
–paradójicamente- suele ser el tiempo más socorrido para cultivar tal placer,
aunque, ciertamente, este año quizá tengamos algún reparo en regalarnos las
consabidas visitas a las plazas comerciales, que añaden al gusto de comprar, el
del pasear y soñar.
Ahora bien, puede asomarse
tímidamente en la conciencia la incómoda pregunta: “¿está mal comprarse algo
excesivamente caro?, ¿darse un gusto caro, un capricho?” Hace un tiempo me
formulaba esta cuestión una alumna que, en realidad, se sentía incómoda con las
compras excesivamente costosas de su hermana. Intuía que algo andaba mal, pero
no era capaz de formularlo. De hecho, se trataba de una cuestión de
sensibilidad, ella la tenía, pero su hermana carecía de ella.
¿Está mal comprarse algo
excesivamente costoso en navidad? La pregunta no va por el lado de la curiosa
paradoja, por la cual, el nacimiento de un Niño pobre, desamparado, en la
miseria más absoluta, es conmemorado con una febril fiesta consumista.
No va tampoco por el lado
de catalogar a las acciones con el esquema, no siempre airoso, de si son o no
pecado. Más que un asunto de complicadas argumentaciones, lejos también de
cultivar emotivos sentimientos superficiales, se trata de una cuestión de
sensibilidad, y esa se tiene o se carece de ella, pero su carencia denota una
aguda pobreza espiritual.
Dos parámetros permiten
encuadrar el problema: ¿Quién lo gasta?, y ¿en qué contexto lo gasta? Es decir,
no es lo mismo un gasto excesivo por parte de un adolescente pudiente, que el
mismo gasto realizado por un hombre que inaugura así su jubilación, es decir,
con toda una vida de trabajo a sus espaldas y cuando ya su familia ha salido
adelante y está convenientemente situada.
No es lo mismo un gasto
grande en una sociedad desarrollada, donde apenas se percibe la pobreza, como
podría ser Noruega o Suiza, que en Latinoamérica, donde la pobreza campea a cada
esquina de las calles, gritando su presencia, pues es ineludible.
Así, probablemente manejar
un Ferrari en el norte de Italia, en Suiza o en Dubái no resulte escandaloso;
pero hacerlo en las calles de México o Lima sí que lo es. Supone gritar a los
mendigos que pululan por las calles nuestra cruel indiferencia a su difícil
situación.
Manifiesta ausencia de
empatía por sus problemas y una marcada indolencia social. Todo ello
cauterizado con el pobre argumento: “no le hago mal a nadie, pago mis impuestos”.
Ciertamente, el que puede poseer algún artículo lujoso probablemente obtuvo sus
medios honestamente.
Pero darse un lujo que
además es notorio, frente a personas que no tienen asegurada su subsistencia,
un techo digno, una asistencia sanitaria conveniente, supone perder una especie
de sentido social, la sensibilidad por el contexto. Dicha sensibilidad percibe
que algunos gastos son insultantes en determinados entornos, como los de la
pobreza endémica de Latinoamérica.
¿Cómo saber si me estoy
pasando de los gastos? No es sencillo. No hay una tabla rígida. Pero algunas
preguntas nos pueden ayudar. Si el regalo en cuestión cuesta más dinero del que
puede ganar el empleado de mi casa –cocinera, chofer, afanadora- o mi oficina
–personal de intendencia- en un año de trabajo, claramente es un gasto
exorbitante.
No debemos pensar que esto
es imposible, ni siquiera infrecuente; revisando precios, uno puede ver cómo no
bastan tres años de trabajo, con el sueldo mínimo, para comprar algunos
bolsos Louis Vuitton, Gucci o Dolce & Gabanna.
En cualquier caso, el
mensaje es claro: es bueno pararse a pensar un momento antes de hacer un gasto
caro, considerando el entorno social. Conviene recordar, a tal efecto, que lo
importante es el detalle, el mostrarle a una persona como es valiosa para
nosotros, no cuanto gastamos, ni la marca que compramos.






