COMENTARIO
Ayer celebrábamos la Epifanía del
Señor. Unos sabios de Oriente, habiendo advertido la estrella del Rey de los
judíos, se decidieron a salir en busca de la Luz del mundo. La encontraron en
un humilde lugar: Belén. Y supieron reconocerla. El profeta Isaías había
hablado mucho de esa Luz que disiparía toda tiniebla y haría realidad las
esperanzas más profundas que anidan en todo corazón humano. El evangelio de la
misa de hoy nos vuelve a hablar de esa Luz, Jesús, que se establece en la
Galilea de los gentiles, en Cafarnaún, para iluminar así a los que yacían en
tierra de muerte.
La luz es condición de vida. Y
esa constatación natural nos habla de una realidad que va más allá de lo
meramente natural. En Galilea se había adorado a dioses paganos. Pero esos
dioses eran incapaces de dar la vida, de traer luz, de saciar los corazones. La
ausencia del Dios verdadero, del Dios vivo, siempre sumerge en una oscuridad
que, aunque tenga apariencia de luz, en realidad lo que hace en encerrar en uno
mismo. Cristo vino a mostrarnos el camino de la vida, y lo hizo con signos y
palabras, con las curaciones, símbolo de una nueva vida que deja atrás las
limitaciones de la enfermedad y la muerte, y con la fuerza del Evangelio.
Navidad es un tiempo
especialmente adecuado para enfocar lo determinante, la Luz que vemos en Belén,
y a relativizar todo lo demás, a apagarlo, como cuando en una iglesia la luz
más importante se proyecta sobre el sagrario. Allí está el alimento que
transforma, que da la Vida. En la Palabra proclamada en la Santa Misa
experimentamos la fuerza del Evangelio, que abre los corazones, que ilumina las
mentes, que fortalece la voluntad, que llena de esperanza, que nos empuja a la
caridad. Se trata de una Palabra que, con apariencia humilde, encierra toda la
fuerza divina. Los sabios de Oriente estuvieron atentos a los signos y
encontraron la Luz. Y atención es conversión. A eso se nos invita hoy. Sólo un
corazón limpio y lleno de deseos puede, al escuchar la Palabra, encontrarse con
la Luz que en ella le sale al encuentro.
Juan Luis Caballero
Fuente: Opus Dei






