COMENTARIO
Muchas de las enseñanzas de Nuestro Señor tienen
lugar en torno al lago. Con el tiempo, los discípulos entenderán que lo que
allí sucede es una alegoría de la vida. Y que a la vida hay que hacerle frente,
aunque uno se crea sin fuerzas. El evangelio de la misa de hoy nos dice que una
de las mayores dificultades que uno se puede encontrar en el camino es la
dureza del propio corazón, y que ahí se encuentra la clave para entender lo que
nos sucede y para poder integrarlo en el conjunto de nuestra existencia.
Los Padres de la Iglesia no se limitan con poner
el acento en la fatiga que produce remar contra el viento. Los obstáculos de la
vida no vienen solo de fuera, sino que también se encuentran en uno mismo. Las
olas son para ellos también una imagen del orgullo y de la soberbia. Lo que
permite navegar sin dificultades es la humildad. La apertura de corazón y la
confianza en Dios dan al hombre una comprensión más profunda de las cosas.
Evitar el endurecimiento del corazón está en parte
en nuestras manos. La vida ciertamente nos presenta sus retos. Y somos
alcanzados por el mal provocado por otros. Pero está en nuestras manos
cerrarnos en nosotros o acudir en ayuda de los que nos rodean, sabiendo que
todos estamos sometidos a lo mismo. No somos los únicos destinatarios del mal
del mundo; no somos los únicos que tienen obstáculos, dolores y carencias. Y es
ese deseo de acudir a suplir lo de los demás lo que abre nuestro corazón, lo
que nos ayuda a caminar por esta vida con alegría, incluso en medio de las
dificultades.
Jesús vela por nosotros. Y se nos hace presente
continuamente, aunque a veces no sepamos identificarlo. Una de las formas que
tiene de acompañarnos es precisamente saliéndonos al encuentro en esas personas
que nos rodean, necesitadas de consuelo, de ayuda material, de enseñanza, del
testimonio de nuestra fe alegre y sincera. Quien abra así su corazón, echará de
él todo tipo de miedo, porque el miedo viene de sentirse solo, y quien acoge al
prójimo acoge a Cristo en su propia casa y nunca está solo.
Juan Luis Caballero
Fuente: Opus Dei






