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«En aquellos días, vino la palabra del Señor sobre
Jonás: – Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que
te digo. Se levantó Jonás y fue a Nínive, como mandó el Señor. Nínive era una
gran ciudad, tres días hacían falta para recorrerla. Comenzó Jonás a entrar por
la ciudad y caminó durante un día, proclamando: – ¡Dentro de cuarenta días
Nínive será destruida! Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y
se vistieron de saco, grandes y pequeños. Y vio Dios sus obras, su conversión
de la mala vida; se compadeció y se arrepintió Dios de la catástrofe con que
había amenazado a Nínive».
Recorre la ciudad predicando la conversión y
cuando aparentemente tiene éxito y cambian de conducta, él no entiende a Dios. No quiere que
Dios se arrepienta de su juicio y los perdone.
No cree en la misericordia
como camino de vida. Cree más en la justicia, en el pago a cada uno por lo que
ha hecho.
El mal se paga siempre con un castigo. Y el premio es para aquel que obra bien.
Si no es así el corazón no aprende.
Me vuelvo blando al ver a un padre que siempre me
perdona y pasa por alto mis caídas. No conozco esa misericordia que me hace
mejor persona.
Todo es un regalo
«Cuando os sintáis rechazados Dios os está mirando
con misericordia. Escuchad vuestro corazón. Dios está con vosotros. No os
abandonará jamás. No lo merecéis. Nadie lo merece».
No merezco el rechazo ni
el abandono. No merezco el perdón tampoco. Todo es gracia, no lo quiero olvidar.
Dios me ha creado
imperfecto y tendrá paciencia conmigo. Será misericordioso
cuando
vea que no estoy a la altura del ideal que ha sembrado en mi alma. Me mirará con paz al
ver mi pobreza.
¿Y cuando no estoy a la altura?
Jonás se somete, obedece a Dios y predica. El
pueblo se convierte y obtiene la misericordia. Y entonces se rebelará contra
ese Dios que es bueno y paga lo mismo al que trabaja todo el día que al que
llega al final del día.
Cuesta ese Dios que ama de esa forma a sus hijos.
Cuando medito esta historia pienso en lo lejos que estoy de la verdadera
misericordia.
Creo en la justicia, en el castigo, en la pena.
Creo en hacer el bien y evitar el mal. En cumplir y no dejar pasar las
oportunidades que tengo ante mis ojos. Pero no acabo de creer en las palabras
del salmo:
«Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia
son eternas; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor».
¿Será realmente Dios tan misericordioso como
escucho? ¿Puedo
estar tranquilo y creer en esa mirada compasiva sobre mis obras cada vez que no
estoy a la altura de lo que soñaba alcanzar?
¿He
palpado la ternura de Dios en mi vida? ¿Qué he aprendido en mi hogar, en mi
familia? ¿Cuál es la imagen de Dios que guardo muy dentro al haber abrazado a
mi propio padre en su pobreza?
No en la cabeza: en el corazón
No
pienso en esa imagen que guardo en la cabeza, porque esa imagen de Dios tal vez
sí crea en la misericordia. Doy un paso más y pienso en mi corazón.
Al
corazón le cuesta más aprender y después desaprender lo aprendido. Tarda más
que la cabeza que puede encontrar razonable ese perdón de Dios.
Pero
el corazón no es así y graba experiencias y desde lo vivido interpreta y mira
por un tamiz la vida que le rodea. Así es el corazón que mueve mis pasos. Más
que mis ideas, más que mi cabeza, cuenta mi corazón.
Es
ahí donde se imprime el sello de ese Dios que he conocido dentro de mí. Ese
Dios en el que creo y al que sigo.
Actúo
de acuerdo con sus normas. ¿Cuáles son? Ese Dios me muestra el camino y la
forma de entenderlo todo. Y le digo a mi Dios como una súplica:
«Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus
sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque Tú eres mi Dios y
Salvador. El Señor enseña su camino a los humildes».
Más allá de la justicia
Quiero que cambie Dios mi corazón que se ha
acostumbrado a la justicia y al deber. Mi corazón que cree en el castigo y en el
premio que mantienen el orden y la paz.
El
que no trabaja que no coma. Quien obra mal que reciba su merecido. El que no
construye el bien a su alrededor que sea castigado por ello.
Creo
en la exigencia que pretende sacar lo mejor de mi débil corazón. Me cuesta
creerme que baste el arrepentimiento verdadero para volver a empezar con el
alma en paz.
¿Dónde
quedan la penitencia y el cumplimiento del castigo? Sin ese pago de las deudas
nadie puede cambiar de verdad. Es lo que tengo grabado en el alma y tal vez por
eso juzgo tanto en mi corazón a los demás y a mí mismo.
No
me permito ninguna caída y no tolero que los demás sean tan imperfectos. Los
condeno con facilidad y no veo tan factible que mi mirada misericordiosa pueda
mejorar sus pasos.
Si
no los reprendo y exijo acabarán siendo débiles toda su vida. Si no soy un
pilar que sostiene sus vidas se caerán una y otra vez sin remedio.
Necesito
creer más en la misericordia de Dios para ser yo misericordioso. Necesito el
perdón para poder perdonar. Que todo pase por mi corazón.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia