El amor puro pone al otro en primer lugar, sólo Dios es capaz de conseguir eso
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No sé
bien por qué cuando peco, cuando caigo en mi fragilidad, me alejo de Dios. Me
avergüenzo de mi pobreza y me escondo. Como si no pudiera verme.
Quisiera
ser como el leproso del Evangelio que se acerca al que puede curarlo. Es un
milagro esa audacia. Tengo que ser muy humilde para acercarme. Y también muy
humilde para reconocer mi culpa en muchas de las cosas que hago y no me
resultan.
Quiero abrir el alma y reconocer mi pecado. Y al hacerlo, no huir,
no esconderme. Quiero que una vez que me sienta culpable e impuro brote de mi
corazón la súplica, que Jesús me limpie por dentro, en lo más
hondo.
¿Será que Dios no quiere la pureza?
Si
Jesús quiere, si esa es su voluntad, puede hacerlo. Yo le dejo, no me alejo, no
cierro la puerta, abro el alma.
Pero
sólo si Él quiere, porque Él tiene el poder para limpiar mi vida. Puede acabar
con el mal que me habita, con la muerte que me mata, con las heridas que
supuran y amargan, con el dolor que me hiere en lo hondo, con la enfermedad que
acaba con mis días, con la pandemia que me llena de miedos, con la mala suerte
que me hace perder lo que ya poseía, con las derrotas y los fracasos que me
recuerdan que sólo soy un hombre.
¿Por
qué no actúa ese Dios en el que creo y al que suplico? Tal vez no quiera
limpiarme y acabar con ese mal que me acecha por todas partes.
Tengo
miedo. Me asusta que no quiera hacerlo y siga su camino sin detenerse ante mí
que soy un leproso.
Si
Dios quiere mi bien, hará todo lo posible para que acabe mi mal. Si Él quiere. Esa
frase resuena dentro de mí y puede confundirme.
¿Será
acaso que no quiere Dios acabar con las muertes en esta pandemia? ¿Será que no
quiere que viva en paz y tranquilo como hace poco más de un año? ¿Es su querer
que viva lo que ahora vivo y sufro? ¿Cómo puedo saber lo que realmente quiere
Dios?
Mis deseos
Él me
habla al corazón y despierta mis deseos. ¿Qué es lo que yo deseo? Lo tengo
claro. Quiero la vida,
la paz, la salud, la prosperidad, el amor que recibo, el
amor que doy.
También
vencer en todas mis luchas, vivir con pasión la vida que me toca vivir cada
segundo, sin lamentarme por el pasado ya ido.
Quiero
la prosperidad de mis empresas, el éxito de mis hijos en sus sueños y que
logren ver la luz todos los proyectos que incubo dentro del alma. Sueño con una
vida más plena y más logros de los alcanzados.
Entonces,
si esos son mis deseos, lo que yo quiero, ¿qué quiere Dios? ¿Acaso no sé pedir lo que me
conviene? En pedir nunca hay engaño. Le digo muy quedo a
Jesús la frase del leproso:
Si quieres, puedes limpiarme
Limpieza
Vivo
un tiempo en el que me
limpio las manos para evitar el contagio. La limpieza es
un don que sueño y deseo. Quiero estar limpio. Que mi mundo esté limpio, sin
suciedad, sin olores. Quiero que esté pulcro todo lo que toco.
Dios
también limpia mi vida con su paso, con su voz, con su mano. Una persona
decía:
«En medio de mi enfermedad Dios ha
limpiado la mirada y ahora veo todo con más belleza».
Puede que mi mirada esté sucia y vea sólo malas intenciones en los
demás, se detenga en el pecado que observa y no sepa apreciar la
belleza escondida en el corazón.
Quisiera
tener una mirada pura,
una conciencia tranquila, un corazón que no albergue malas intenciones. Que haga todo por amor a
Dios. Hacerlo
todo por el bien de los demás. Pensando
en ellos y no en mí.
No
buscando mi ventaja en lo que hago. Deseando que a los demás les vaya bien,
mejor que a mí en todo lo que emprendan. Que no dude de su verdad incluso
cuando pueda parecer que están pecando o haciendo algo mal.
Un amor puro
Todo
eso es posible, no lo niego. Pero mi mirada quiere ser pura. Y mi forma de ver
las cosas. Quiero ser capaz de mirar así a Dios. Quiero tener un amor puro como
el que describe el padre José Kentenich:
«Por amor purificado entendemos el
amor de benevolencia, que prescinde más fuertemente del yo y gira en torno al
tú«.
Un
amor puro no persigue segundas intenciones en sus acciones. Ama por entero sin
guardarse nada. Mira el corazón de la persona amada y le dice que la quiere sin
barreras, sin condiciones, sin razones.
El amor puro ha puesto al yo en un segundo plano. ¿Es eso
posible? Dejo el querer propio a un lado para que se imponga el deseo de la
persona amada. Dejo a un lado mi amor propio.
Esa
forma de amar es un don de Dios porque mi corazón está herido por el pecado y
el límite. Y eso no me permite amar como Dios me ama. Tiene que ser un don que
Dios me conceda. Se lo pido de rodillas para que cambie mi forma de amar. Eso es lo que deseo.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia