La misericordia no es solo perdón. Es paciencia, ternura, compasión... Las obras de misericordia son la expresión de este amor, en el que reflejamos el amor de Dios
No podemos recibir la misericordia sin ser misericordiosos
Lo más terrible no es pecar, sino dudar de la misericordia: para
convencerse de ello, basta con comparar la desesperación de Judas y las
lágrimas de Pedro después de que ambos traicionaran a
Jesús. Uno se ahorcó, el otro se dejó reconciliar con su Señor y se convirtió
en el gran santo que conocemos.
La misericordia es la ternura fiel, la compasión
La misericordia nos desarma. En lugar de suscitar en nosotros el
juicio que condena, en lugar de poner en nuestros labios la palabra que
encierra, abre nuestro corazón a la miseria de nuestros hermanos. «Sólo damos a
Dios a través del resplandor», dijo Martha Robin. La misericordia sólo se
proclama viviéndola, cada día, allí donde estemos.
La misericordia no es sólo perdón. Es una ternura fiel,
una compasión que aprecia a la persona en lo más profundo de su ser. Y
esto frente a todo tipo de miseria: la del pecado, por supuesto, pero también
el hambre, la sed, el aislamiento, la desesperación, la privación de libertad,
el dolor físico, la decadencia social.
En definitiva, lo que Jesús enumera cuando habla del Juicio Final:
«Tuve hambre, tuve sed, estuve preso, enfermo, forastero…» (Mt 25,31-46).
«Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras espirituales de misericordia,
como también lo son perdonar y sufrir con paciencia.
Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos» (Catecismo de la Iglesia Católica, § 2447).
La misericordia sólo se vive uniéndose al otro en su miseria
Las obras de misericordia no son «buenas
obras» en el sentido estricto de la palabra. Todos tenemos la tentación de
ayudar al prójimo desde la altura de nuestra virtud, nuestra devoción, nuestra
situación social, nuestros medios materiales. Pero entonces, no se trata de
misericordia; porque la misericordia sólo se vive uniéndose al otro en su
miseria, lo que para cada uno de nosotros significa aceptar nuestra propia
miseria.
Solo aceptando reconocerme pobre y pecador ante Dios,
presentándome ante Él como pobre, puedo recibir de Él el amor de la
misericordia con el que, a su vez, puedo amar a mis hermanos. No se trata de un
«pauperismo espiritual» negando mis capacidades y mis riquezas: se trata de ser
bien consciente de que no he merecido nada, de que todo se me ha
dado gratuitamente, y de que soy, fundamentalmente, un
«pequeño» que se lo debe todo a su Padre.
Esto se refleja, en particular, en todas las tareas educativas. La
misericordia es, digamos, el tono de la educación cristiana. Esa
misericordia que nos hace pacientes, disponibles para escuchar y consolar,
capaces de explicar lo mismo cincuenta veces y de repetir indefinidamente las
mismas tareas, que abre el corazón y los brazos para acoger al hijo pródigo y
que perdona «setenta veces siete».
Esta misericordia que nos hace, ante todo, recibirnos de Dios tal
como somos, sin irritarnos con nuestras propias limitaciones. Nuestra autoridad
será aún mayor con nuestros hijos porque no se basará en nuestras propias
fuerzas, sino en el Señor. Y seremos tanto más pacientes con ellos porque nos
confiaremos constantemente, con todas nuestras debilidades y errores, a su
infinita misericordia.
Fuente: Edifa






