No vivamos una fe a medias, que recibe pero no da, que acoge el don pero no se hace don
A continuación, el texto completo
de la homilía del Papa Francisco:
Jesús resucitado se aparece a los
discípulos varias veces. Consuela con paciencia sus corazones desanimados. De este
modo realiza, después de su resurrección, la “resurrección de los discípulos”.
Y ellos, reanimados por Jesús, cambian de vida. Antes, tantas palabras y tantos
ejemplos del Señor no habían logrado transformarlos. Ahora, en Pascua, sucede
algo nuevo. Y se lleva a cabo en el signo de la misericordia. Jesús los vuelve
a levantar con la misericordia. Y ellos, ‘misericordiados’, se vuelven
misericordiosos. Es muy difícil ser misericordioso su uno no se deja ser
‘misericordiado’.
Pero no sólo estaban encerrados
en casa, también estaban encerrados en sus remordimientos. Habían abandonado y
negado a Jesús. Se sentían incapaces, buenos para nada, inadecuados. Jesús
llega y les repite dos veces: «¡La paz esté con ustedes!». No da una paz que
quita los problemas del medio, sino una paz que infunde confianza dentro.
No es una paz exterior, sino la
paz del corazón. Dice: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió, así
yo los envío a ustedes» (Jn 20,21). Es como si dijera: “Los mando porque creo
en ustedes”. Aquellos discípulos desalentados son reconciliados consigo mismos.
La paz de Jesús los hace pasar del remordimiento a la misión. En efecto, la paz
de Jesús suscita la misión. No es tranquilidad, no es comodidad, es salir de sí
mismo.
La paz de Jesús libera de las
cerrazones que paralizan, rompe las cadenas que aprisionan el corazón. Y los
discípulos se sienten ‘misericordiados’: sienten que Dios no los condena, no
los humilla, sino que cree en ellos. Sí, cree en nosotros más de lo que
nosotros creemos en nosotros mismos. “Nos ama más de lo que nosotros mismos nos
amamos” (cf. S. J.H. NEWMAN, Meditaciones y devociones, III,12,2).
Para Dios ninguno es un
incompetente, ninguno es inútil, ninguno está excluido. Jesús hoy repite una
vez más: “Paz a ti, que eres valioso a mis ojos. Paz a ti, que eres importante
para mí. Paz a ti, que tienes una misión. Nadie puede realizarla en tu lugar.
Eres insustituible. Y Yo creo en ti”.
En segundo lugar, Jesús
misericordia a los discípulos dándoles el Espíritu Santo. Lo otorga para la
remisión de los pecados (cf. vv. 22-23). Los discípulos eran culpables, habían
huido abandonando al Maestro. Y el pecado atormenta, el mal tiene su precio.
Siempre tenemos presente nuestro pecado, dice el Salmo (cf. 51,5).
Solos no podemos borrarlo. Sólo
Dios lo quita, sólo Él con su misericordia nos hace salir de nuestras miserias
más profundas. Como aquellos discípulos, necesitamos dejarnos perdonar. Y decir
de corazón: ‘Perdón, Señor’. Abrir el corazón para dejarse perdonar. El perdón
en el Espíritu Santo es el don pascual para resurgir interiormente. Pidamos la
gracia de acogerlo, de abrazar el Sacramento del perdón. Y de comprender que en
el centro de la Confesión no estamos nosotros con nuestros pecados, sino Dios
con su misericordia.
No nos confesamos para hundirnos,
sino para dejarnos levantar. Lo necesitamos mucho, todos. Lo necesitamos, así
como los niños pequeños, todas las veces que caen, necesitan que el papá los
vuelva a levantar. También nosotros caemos con frecuencia. Y la mano del Padre
está lista para volver a ponernos en pie y hacer que sigamos adelante.
Esta mano segura y confiable es
la Confesión. Es el Sacramento que vuelve a levantarnos, que no nos deja
tirados, llorando contra el duro suelo de nuestras caídas. Es el Sacramento de
la resurrección, es misericordia pura. Y el que recibe las confesiones debe
hacer sentir la dulzura de la misericordia.
Este es el camino de aquellos que
reciben la confesión de la gente: hacer sentir la misericordia de Jesús, que lo
perdona todo. Dios lo perdona todo.
Después de la paz que rehabilita
y el perdón que realza, el tercer don con el que Jesús misericordia a los
discípulos es ofrecerles sus llagas. Esas llagas nos han curado (cf. 1 P 2,24;
Is 53,5). Pero, ¿cómo puede curarnos una herida? Con la misericordia. En esas
llagas, como Tomás, experimentamos que Dios nos ama hasta el extremo, que ha
hecho suyas nuestras heridas, que ha cargado en su cuerpo nuestras
fragilidades.
Las llagas son canales abiertos
entre Él y nosotros, que derraman misericordia sobre nuestras miserias. Son los
caminos que Dios ha abierto completamente para que entremos en su ternura y
experimentemos quién es Él, y no dudemos más de su misericordia. Adorando,
besando sus llagas descubrimos que cada una de nuestras debilidades es acogida
en su ternura.
Esto sucede en cada Misa, donde
Jesús nos ofrece su cuerpo llagado y resucitado; lo tocamos y Él toca nuestra
vida. Y hace descender el Cielo en nosotros. El resplandor de sus llagas disipa
la oscuridad que llevamos dentro. Y nosotros, como Tomás, encontramos a Dios,
lo descubrimos íntimo y cercano, y conmovidos le decimos: «¡Señor mío y Dios
mío!» (Jn 20,28). Todo nace aquí, en la gracia de ser ‘misericordiados’.
Aquí comienza el camino
cristiano. En cambio, si nos apoyamos en nuestras capacidades, en la eficacia
de nuestras estructuras y proyectos, no iremos lejos. Sólo si acogemos el amor
de Dios podremos dar algo nuevo al mundo.
2. Así, ‘misericordiados’, los
discípulos se volvieron misericordiosos. Lo vemos en la primera Lectura. Los
Hechos de los Apóstoles relatan que «nadie consideraba sus bienes como propios,
sino que todo lo tenían en común» (4,32). No es comunismo, es cristianismo en
estado puro.
Y es mucho más sorprendente si
pensamos que esos mismos discípulos poco tiempo antes habían discutido sobre
recompensas y honores, sobre quién era el más grande entre ellos (cf. Mc 10,37;
Lc 22,24). Ahora comparten todo, tienen «un solo corazón y una sola alma» (Hch
4,32). ¿Cómo cambiaron tanto? Vieron en los demás la misma misericordia que
había transformado sus vidas.
Descubrieron que tenían en común
la misión, el perdón y el Cuerpo de Jesús; compartir los bienes terrenos
resultó una consecuencia natural. El texto dice después que «no había ningún
necesitado entre ellos» (v. 34). Sus temores se habían desvanecido tocando las
llagas del Señor, ahora no tienen miedo de curar las llagas de los necesitados.
Porque allí ven a Jesús. Porque allí está Jesús. En las llagas del necesitado.
Hermana, hermano, ¿quieres una
prueba de que Dios ha tocado tu vida? Comprueba si te inclinas ante las heridas
de los demás. Hoy es el día para preguntarnos: “Yo, que tantas veces recibí la
paz de Dios, su perdón, su misericordia, ¿soy misericordioso con los demás? Yo,
que tantas veces me he alimentado con su Cuerpo, ¿qué hago para dar de comer al
pobre?”. No permanezcamos indiferentes.
No vivamos una fe a medias, que
recibe pero no da, que acoge el don pero no se hace don. Hemos sido
‘misericordiados’, seamos misericordiosos. Porque si el amor termina en
nosotros mismos, la fe se seca en un intimismo estéril. Sin los otros se vuelve
desencarnada. Sin las obras de misericordia muere (cf. St 2,17). Dejémonos
resucitar por la paz, el perdón y las llagas de Jesús misericordioso. Y pidamos
la gracia de convertirnos en testigos de misericordia. Sólo así la fe estará
viva. Y la vida unificada. Sólo así anunciaremos el Evangelio de Dios, que es
Evangelio de misericordia.






