El Papa Francisco dedicó su catequesis a “la oración de contemplación” durante la Audiencia General de este miércoles 5 de mayo realizada desde la biblioteca del palacio apostólico vaticano
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El Papa Francisco en la Audiencia General Foto: Vatican Media |
“Algunos
maestros de espiritualidad del pasado han entendido la contemplación como
opuesta a la acción, y han exaltado esas vocaciones que huyen del mundo y de
sus problemas para dedicarse completamente a la oración. En realidad, en
Jesucristo en su persona y en el Evangelio no hay contraposición entre
contemplación y acción, no. En el Evangelio en Jesús no hay contradicción”,
explicó el Santo Padre.
A continuación, el texto completo
de la catequesis pronunciada por el Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
La dimensión contemplativa del
ser humano —que aún no es la oración contemplativa— es un poco como la “sal” de
la vida: da sabor, da gusto a nuestros días. Se puede contemplar mirando el sol
saliendo por la mañana, o los árboles que visten de verde la primavera; se
puede contemplar escuchando música o el canto de los pájaros, leyendo un libro,
delante de una obra de arte o esa obra maestra que es el rostro humano… Carlo
María Martini, enviado como obispo a Milán, tituló su primera Carta pastoral
“La dimensión contemplativa de la vida”: de hecho, quien vive en una gran
ciudad, donde todo —podemos decir— es artificial, donde todo es funcional,
corre el riesgo de perder la capacidad de contemplar. Contemplar no es en
primer lugar una forma de hacer, sino que es una forma de ser: ser
contemplativo.
Ser contemplativos no depende de
los ojos, sino del corazón. Y aquí entra en juego la oración, como acto de fe y
de amor, como “respiración” de nuestra relación con Dios. La oración purifica
el corazón, y con eso, aclara también la mirada, permitiendo acoger la realidad
desde otro punto de vista. El Catecismo describe esta transformación del
corazón por parte de la oración citando un famoso testimonio del Santo Cura de
Ars: «La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y
él me mira”, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el
Sagrario. […] La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón;
nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los
hombres» (Catecismo
de la Iglesia Católica, 2715). Todo nace de ahí: de un corazón que se
siente mirado con amor. Entonces la realidad es contemplada con ojos
diferentes.
“¡Yo le miro, y Él me mira!”. Es
así: en la contemplación amorosa, típica de la oración más íntima, no son
necesarias muchas palabras: basta una mirada, basta con estar convencidos de
que nuestra vida está rodeada de un amor grande y fiel del que nada nos podrá
separar.
Jesús ha sido maestro de esta
mirada. En su vida no han faltado nunca los tiempos, los espacios, los
silencios, la comunión amorosa que permite a la existencia no ser devastada por
las pruebas inevitables, sino de custodiar intacta la belleza. Su secreto era
la relación con el Padre celeste.
Pensemos en el suceso de la
Transfiguración. Los Evangelios colocan este episodio en el momento crítico de
la misión de Jesús, cuando crecen en torno a Él la protesta y el rechazo.
Incluso entre sus discípulos muchos no lo entienden y se van; uno de los Doce
alberga pensamientos de traición. Jesús empieza a hablar abiertamente de los
sufrimientos y de la muerte que le esperan en Jerusalén. En este contexto Jesús
sube a lo alto del monte con Pedro, Santiago y Juan. Dice el Evangelio de
Marcos: «Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron
resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería
capaz de blanquearlos de ese modo» (9,2-3). Precisamente en el momento en el
que Jesús es incomprendido —se iban, le dejaban solo porque no entendían—, y en
este momento que Él es incomprendido, precisamente cuando todo parece ofuscarse
en un torbellino de malentendidos, es ahí que resplandece una luz divina. Es la
luz del amor del Padre, que llena el corazón del Hijo y transfigura toda su
Persona.
Algunos maestros de espiritualidad
del pasado han entendido la contemplación como opuesta a la acción, y han
exaltado esas vocaciones que huyen del mundo y de sus problemas para dedicarse
completamente a la oración. En realidad, en Jesucristo en su persona y en el
Evangelio no hay contraposición entre contemplación y acción, no. En el
Evangelio en Jesús no hay contradicción. Esta puede que provenga de la
influencia de algún filósofo neoplatónico, pero seguramente se trata de un
dualismo que no pertenece al mensaje cristiano.
Hay una única gran llamada en el
Evangelio, y es la de seguir a Jesús por el camino del amor. Este es el ápice,
es el centro de todo. En este sentido, caridad y contemplación son sinónimos,
dicen lo mismo. San Juan de la Cruz sostenía que un pequeño acto de amor puro
es más útil a la Iglesia que todas las demás obras juntas. Lo que nace de la
oración y no de la presunción de nuestro yo, lo que es purificado por la
humildad, incluso si es un acto de amor apartado y silencioso, es el milagro
más grande que un cristiano pueda realizar. Y este es el camino de la oración
de contemplación: ¡yo le miro, Él me mira! Este acto de amor en el diálogo
silencioso con Jesús ha hecho mucho bien a la Iglesia.
Fuente: ACI Prensa