Juan Manuel Igualada sufrió un accidente durante unas maniobras militares hace 27 años, los mismos que lleva en estado vegetativo en el Gómez Ulla. Su madre, Milagros, cuida de su hijo a diario desde entonces

Foto cedida por Julián Esteban Serrano
La
imagen marinera de Juan Manuel Igualada Durán parece perpetuarse en una
fatídica jornada acaecida en medio de sus florecientes 19 años, cuando cumplía
el servicio militar en la Armada. Estaba entonces destinado en Ferrol,
lejos de su Cuenca natal, y fue comisionado para realizar unas maniobras
militares a la Comunidad de Madrid. El vehículo donde era transportado sufrió
un accidente y el cuerpo del joven soldado, a consecuencia de ese nefasto
percance, quedó atrapado en un preciso momento. Le llevaron enseguida al
Hospital Central de la Defensa Gómez Ulla y aquí sigue, 27 años después.
Fue en este hospital donde
le descubrieron unas lesiones cerebrales lo suficientemente serias para
diagnosticar que se encontraba en estado vegetativo persistente (EVP),
expresión científica más o menos afortunada que, desde 1972, se refiere a
pacientes que mantienen sus funciones cardiovasculares, respiratorias, renales,
termorreguladoras y endocrinas, así como la alternancia sueño-vigilia, pero que
no muestran ningún tipo de contacto con el medio externo y ninguna actividad
voluntaria. Los profesionales del hospital tratan a Juanma con especial
cuidado, simpatía y cariño, pero hay una persona que emerge sobre todas las
demás y es muy probable que, gracias a ella, se mantenga con vida tras tantos
años postrado.
Milagros
Durán López tiene cuatro hijos –Juanma es el pequeño–, y es él quien acapara
sus cuitas. Antes la madre trabajaba en casa de Antonio Saura. Le gusta
recordar aquella época y cómo pasaban por la casa del pintor toda clase de
artistas, a cada cual más relevante, pero cuando aconteció el accidente no dudó
ni un instante en abandonar su trabajo, dejar su vida en Cuenca y venir a
Madrid para convertirse en la más ferviente cuidadora de su hijo y prodigarse
por entero a él en cuerpo y alma.
En Madrid Milagros no tiene casa,
le basta y le sobra con morar en la habitación hospitalaria de Juanma.
Paulatinamente ese cuarto de hospital ha ido convirtiéndose en un santuario
lleno de estampas de santos y de imágenes de advocaciones de la Virgen,
alrededor de la cama del hijo enfermo. No falta la imagen de Nuestra Señora del
Perpetuo Socorro, por ser la patrona de la sanidad militar, ni la de Nuestra Señora de Guadalupe, por detalle con este servidor.
Realmente es la presencia de ese
cuerpo inerme, debajo de la cruz, la que llena la estancia. Su madre desliza la
cama de cuando en cuando para atrapar los rayos de sol que entran por la
ventana; la menuda mujer acciona el lecho articulado en función de lo que
necesita su hijo. De esa manera, Juanma parece colaborar cuando la madre lo
lava, lo afeita, lo unta con cremas, lo llena de colonia, todo sin parar de
hablarle, en un coloquio consigo misma. En ocasiones, la familia reemplaza en
sus quehaceres a Milagros, muy a su pesar; entonces son sus otros hijos los que
cuidan, también con extremada solicitud, del hermano. El caso es que nunca esté
sin la familia. Cuando la matriarca no está, la puerta del cuarto está cerrada;
me doy cuenta porque Milagros mantiene la puerta abierta, como si sacrificase
la intimidad por el orgullo de que se sepa que allí está su hijo y que ella es
su madre.
Los ojos de Juanma van de un
lugar a otro, incontrolados; también espontáneamente se le escapan movimientos
sin significado y mastica sin masticar nada, rechina lo dientes sin saberlo, o
gime, medio sonríe, lanza suspiros, inspira, se le saltan las lágrimas… sin
saber lo que está haciendo. Es Milagros la que lo interpreta y me cuenta lo que
significa, por mucho que en el fondo, ella lo sabe, dude de tener esa facultad
que se arroga, motivada más por el cariño que por la certeza. Descubro su
secreto cuando me pide con la mirada que le dé la razón o una respuesta a tanta
confusión.
Una vez llevé conmigo al
arzobispo castrense para que visitara a Juanma. No fue la única ocasión en que
Juan del Río lo hiciera, porque enseguida lo tomó por costumbre y, cuando
acudía al hospital, procuraba no faltar a esa cita. Me acuerdo perfectamente de
ese primer día en el cual el prelado se encontró con Juanma, y no es para
menos, porque Milagros me recuerda, una y otra vez, cómo «sin miramiento
alguno, pero sí con mucho sentimiento, le besó los pies a su hijo». La madre se
quedó sobre todo con ese gesto, «porque ningún cura había llegado a tanto».
Hace unos meses vino por última vez el arzobispo al hospital y no pudo acudir a
la cita al ser diagnosticado de COVID-19. A los pocos días el Señor se lo llevó. Milagros lo sintió
profundamente.
No dejo de preguntarme cuando
estoy delante de Juanma sobre las mismas preguntas que Milagros se hace a cada
rato: ¿cuáles son los sentimientos de su hijo?, ¿será consciente de dónde está
y de lo que le ha ocurrido?
El murmullo que le dedica
constantemente su madre se empeña en recrear de nuevo el pasado de Juanma: su
niñez, su juventud hasta que devino la tragedia… y lo hace para que no lo
olvide, para que sepa quién es; también le cuenta dónde está y las noticias que
le llegan del tiempo presente. Pero, ¿servirá de algo? Yo creo, o lo creo
porque me gustaría creerlo, que Juanma tiene que notar al menos esa abnegada y
dulce presencia materna, quizá también la cercanía de sus hermanos y los
cuidados permanentes que le ofrece el personal del hospital.
Milagros, ante tantas cuestiones
sin respuesta, pone su confianza en el Señor de la vida, pidiéndole ahora no
tanto que sane a su hijo, sino que «se lo conserve». En estos tiempos convulsos
en los cuales se debate sobre el final de la vida, merece la pena conocer el
testimonio de «un joven de casi 48 años», Juan Manuel Igualada Durán, paciente
ingresado en este hospital hace más de 27 que, para ser preciso, son los mismos
años que como soldado de reemplazo lleva sirviendo en la Armada.
Julián Esteban Serrano
Delegado episcopal castrense de Pastoral Sanitaria
Fuente: Alfa y Omega





