5 – Mayo. Miércoles de la V semana de Pascua
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Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo
sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda,
para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he
hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar
fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no
permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en
mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al
que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los
recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras
permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe
gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos
COMENTARIO
Comencemos por
el final: “en esto es glorificado mi Padre: en que deis mucho fruto y seáis
discípulos míos”.
La gloria de
todo un Dios, Omnipotente, Omnisciente, Eterno, es que unas pobres criaturas
den fruto. Suena descabellado, pero lo dijo Dios mismo.
Esto es así
porque Dios es Padre. Es más: de Él procede toda paternidad (cfr. Efesios 3,
15).
No olvidemos
nunca que la paternidad de Dios no es una metáfora que utilizamos para explicar
su forma de actuar, acudiendo a una palabra humana que nos evoca ternura y
protección. Es exactamente al revés: la paternidad es una palabra divina que
nosotros hemos decidido utilizar para denominar también a nuestros
progenitores.
De ese modo,
entendemos que la gloria del Padre es que demos mucho fruto: para un padre no
hay mayor anhelo ni mayor orgullo que la fecundidad de sus hijos. Verlos
crecer, cumplir sus sueños, acometer proyectos, dejar una huella. A los padres
y madres se les llena el pecho y la boca de orgullo cuando hablan de los logros
de sus hijos.
Pues nuevamente hemos de decir que eso no es más que una imagen de lo que le sucede a Dios: utilizando nuestro pobre lenguaje humano, podemos afirmar que el Padre Eterno tiene el pecho henchido de regocijo cada vez que piensa en nosotros. Es el labrador que se empeña por todos los medios para ver fructificar su campo: “¿Qué más se puede hacer por mi viña, que no haya hecho yo?” (Isaías 5, 4).
Pero dar fruto
tiene una condición ineludible: reconocer en Cristo a la vid y estar unidos a
Él. Que nuestros pensamientos, que nuestros anhelos, que nuestros miedos, que
toda nuestra vida pasen por su Corazón. Que no haya ni un acierto ni un fallo
que no pasemos por el crisol de su Amor. Que no haya en nuestra intención ni el
más mínimo atisbo de vanagloria. Que Jesús, Alfa y Omega, no solo sea el fin de
nuestras acciones, sino también el principio.
¿Cómo vivir
así? La respuesta es clara: con la intervención del Espíritu Santo. Su misión
es moldear en nosotros la imagen de Cristo, que es el Hijo Amado en quien se
regocija plenamente el Padre. Ese es el sentido de nuestra vida: que Dios
Padre, al mirarnos, vea a Jesús. Pero eso requiere saber que a todo el que
da fruto, lo poda para que dé más fruto. Ser discípulo de Cristo implica
compartir su destino: en nuestro caso, abrazando la Cruz en las modestas
ocasiones que nos ofrece la vida ordinaria.
Luis Miguel Bravo
Fuente: Opus
Dei






