En el exilio, en la isla de Santa Elena encontró la fe: "La inquietud del hombre es tal que sólo puede aplacarla el misterio maravilloso del cristianismo"
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Denis Simonov - Shutterstock |
«Una
inteligencia superior no puede dejar de ser, por lo menos, provocada por la
búsqueda de la Verdad». Y por tanto tampoco Napoleón Bonaparte, militar y
político genial, podía dejar de plantearse las «grandes preguntas» para llegar
a conocer a Dios.
En los seis años de exilio en la
isla de Santa Elena, Napoleón releyó su propia existencia, y, en largas
conversaciones con los oficiales que se habían quedado junto a él, se abrió y
habló de su propia fe, del deseo de la Misa, de la confesión y de Dios, sosteniendo
que «todo proclama su existencia».
«La inquietud del hombre»,
afirmaba, «es tal que sólo puede aplacarla el misterio maravilloso del
cristianismo» (Il Sole 24 Ore, 17 noviembre).
Las páginas han sido ahora
publicadas en Italia en un solo volumen, con prólogo del cardenal Giacomo
Biffi.
Los diálogos mantenidos con el
escéptico general Bertrand demuestran que, después de una vida en la que no
faltaron enfrentamientos con la Iglesia, con «centralismo estatal y burocrático,
códigos civiles ‘laicos’, depredaciones», Napoleón murió en la religión
católica apostólica romana «perfectamente consciente de su elección», «con
los sacramentos y debidamente confesado» (La Nuova Bussola Quotidiana, 26
noviembre).
Impresiona la lucidez de sus
razonamientos, de los que surge un insospechado conocimiento de todas las demás
religiones, incluyendo las antiguas.
A un Bertrand que se sorprendía
de su religiosidad, y que como buen positivista le propinaba “la acostumbrada
cantinela de Cristo como ‘gran hombre’ comparable con Alejandro Magno, César y
Mahoma”, Napoleón respondía:
«Yo conozco a los hombres y le
digo que Cristo no era un hombre. Los espíritus superficiales ven una semejanza
entre Cristo y los fundadores de imperios, los conquistadores y las divinidades
de otras religiones. Esta semejanza no existe: entre el cristianismo y
cualquier otra religión hay una distancia infinita».
«Usted, general Bertrand, habla
de Confucio, Zoroastro, Júpiter y Mahoma. Y sin embargo, la diferencia entre ellos
y Cristo es que todo lo que tiene que ver con Cristo muestra la naturaleza
divina, mientras que todo lo que tiene que ver a todos los demás muestra la
naturaleza terrena», añadía.
«Los pueblos pasan, los tronos se
derrumban, pero la Iglesia permanece. Entonces, ¿cuál es la fuerza que mantiene
en pie esta Iglesia asaltada por el océano furioso de la cólera y del desprecio
del mundo?» preguntaba Napoleón.
«No hay vía intermedia – concluía
–: o Cristo es un impostor, o es Dios».
Fuente: Aleteia