A veces es más fácil ayudar a alguien que aceptar la ayuda. Reconocer que necesitamos a los demás requiere una buena dosis de humildad y de sencillez
![]() |
| Toa Heftiba/Unsplash | CC0 |
Amar
es dar, todo el mundo lo sabe. Pero a veces olvidamos que también es recibir,
porque eso parece demasiado poco costoso como para constituir una prueba de
amor.
Quizás leas estas líneas en un
rincón de tu cocina ante una montaña de vajilla sucia: «Pues yo precisamente
querría que me echaran una mano. ¡Y te garantizo que no me supondría ningún
esfuerzo aceptar la ayuda!».
¿Ningún esfuerzo? ¡No estoy tan
segura! No siempre sabemos pedir ayuda ni aceptar la que nos ofrecen
espontáneamente: «Eres demasiado pequeño, no sabrás hacerlo», afirmamos a
nuestro benjamín, que se marcha desanimado. Y a una amiga de visita: «¡Quédate
sentada! Estás aquí para descansar».
Cuando
no nos ayudan, o no lo suficiente, por lo general se nos da bien refunfuñar,
enfadarnos o sufrir en silencio con aire de víctima resignada (según el
carácter de cada uno).
Pero nos resulta más difícil
expresar clara y simplemente nuestros deseos. Querríamos que los demás
adivinaran lo que esperamos de ellos. Uno de los errores más frecuentes en
la pareja, en la familia o en un grupo de amigos es creer que el afecto permite
leer los pensamientos de los demás.
¿Por qué a veces nos cuesta
dejarnos ayudar?
«He terminado por detestar las
grandes comidas de vacaciones, por todo lo que implican de compras que hacer,
de cocinar, de fregar…»
Sí, pero ¿cómo se dice eso a la
familia o a los invitados? No nos atrevemos a reconocer los límites de nuestro
sacrificio y de nuestra paciencia. Convertimos en un deber garantizar que cada
uno tenga unos días despreocupados, incluso a costa de asumir todas las cargas
sobre nuestra espalda.
Sin embargo, el Señor nos muestra
el camino. Él, que es el Todopoderoso, el creador y el maestro de todo, quiso
tener necesidad de ayuda.
Se hizo niño, totalmente
dependiente de sus padres. Pidió de beber a la samaritana y de comer al joven
de la multiplicación de los panes. Incluso en el momento álgido de la Pasión,
aceptó la ayuda de Simón de Cirene para cargar su cruz.
Se hizo pobre para que pudiéramos
venir en su ayuda. Se hizo hombre para que, al socorrer a nuestros hermanos,
nosotros le socorriéramos, a Él, que «tuve hambre, tuve sed, estaba de paso,
desnudo, enfermo, preso…» (Mt 25, 35-36).
Pudo haber prescindido de
nosotros, pero escogió necesitarnos: Él sabía que no tenía un mejor medio
de mostrarnos hasta qué puntos somos importantes para Él y cuánto confía en
nosotros.
¿Por qué a veces nos cuesta
dejarnos ayudar? Hay todo tipo de razones, más o menos vinculadas entre sí, que
pueden entrar en juego. Primero, las dificultades de comunicación aludidas
antes.
Luego, la falta de confianza en
uno mismo: «Los que me ayuden van a ver seguro que no lo hago todo perfecto,
quizás me juzguen y me critiquen». Es particularmente cierto si la opinión de las
personas en cuestión nos resulta importante (padres o suegros).
Pedir que te ayuden es también
renunciar a controlarlo todo
Pedir ayuda es reconocer que no
somos todopoderosos y que necesitamos a los demás. Y aceptar a los otros tal y
como son, no como querríamos que fueran.
No van a ayudarnos poniéndose a
nuestras órdenes como esclavos, sino aportando su personalidad propia, con
riquezas que quizás nos desconcierten y límites que pueden irritarnos.
Trabajar con otra persona
requiere más paciencia que hacerlo solo. Tender la mano hacia el otro para
pedirle ayuda – ya sea para echar una mano para cortar el césped o para un
favor más importante – es una manera muy hermosa de ponerle en valor, de
elevarle a sus propios ojos mostrándole nuestra estima.
¿A quién no le gusta sentir que
es útil y agradable para los demás? Desde el pequeño de 6 años orgullosísimo de
vaciar solo el lavavajillas (aunque rompa un plato de vez en cuando), hasta el
abuelo pegado a su sillón que pasa horas reparando un juguete roto, cada uno
está feliz de tener su lugar.
Y cuando recibimos a seres
queridos en casa, uno de los mejores medios para romper el hielo y crear
vínculos es preparar la comida o pintar las ventanas juntos. ¡No nos privemos
de eso!
Christine Ponsard
Fuente: Edifa






