11 – Junio. Viernes. Sagrado Corazón de Jesús, solemnidad
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Los judíos entonces, como era el
día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el
sábado, porque aquel sábado era un día grande, pidieron a Pilato que les
quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron
las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero
al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto
salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es
verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto
ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en
otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que traspasaron».
Comentario
La Pasión del Señor ha terminado. Su Cuerpo,
exprimido, sometido al más cruel de los suplicios, es ahora un cadáver.
Sin embargo, aunque su Corazón ha dejado de latir, las
demostraciones de su Amor no han concluido. Queda todavía una última muestra.
Quedan todavía sangre y agua: quizás los dos principales símbolos de la vida. Y
Jesús no se los quiere guardar: justamente para darnos vida es que ha querido
morir.
Los Padres de la Iglesia han escrito infinidad de
reflexiones bellísimas sobre lo que implica el costado abierto de Cristo, que
nos permite asomarnos y contemplar su Corazón. Algunos, como san Agustín,
insistirán en que, como Eva nace del costado de Adán, así la Iglesia nace del
costado de Cristo. También es sentir común de los santos de los primeros siglos
que esa sangre y esa agua son indicaciones claras de la fuente de la cual
brotan los sacramentos. Y por santa Faustina sabemos que el propio Jesús quiso
que en la imagen de la Divina Misericordia quedaran plasmados esos dos rayos,
uno rojo y otro blanco, que representan la sangre y el agua de su Corazón.
Es por eso que la Solemnidad del Sagrado
de Corazón de Jesús tiene una significación muy honda para los cristianos.
Cuando nos referimos al corazón de una persona pensamos en sus afectos, en sus
sentimientos, en su forma de amar. Pero como nos recuerda san Josemaría,
“cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se trata de un
sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del corazón
para referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se dirige
toda ella —alma y cuerpo— a lo que considera su bien: porque donde está
tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Es Cristo que pasa, n.
164).
Esta última frase puede ser un estímulo
para volvernos a sorprender por el amor de Dios: donde está tu tesoro,
allí estará también tu corazón. Por lo tanto, ahora que contemplamos a
Cristo crucificado, dando la vida por nosotros, con su costado abierto y su
Corazón traspasado, podemos afirmar sin temor a equivocarnos: nosotros
somos el tesoro de Dios.
Es muy significativo que el que
da testimonio de esto sea san Juan, el mismo que se recostó en el
pecho de Jesús en la Última Cena. El apóstol adolescente tuvo la oportunidad
única de sentir los latidos del Corazón del Señor, que en ese momento cumbre,
que había deseado ardientemente, serían particularmente fuertes. Por decirlo
así, san Juan le había tomado el pulso al amor de Dios hasta ser testigo de su
última palpitación y había comprobado que Jesús vivió y murió para darnos vida.
“Nosotros hemos conocido y creído en el
amor que Dios nos tiene” (1 Juan 4, 16). El apóstol utiliza dos verbos: conocer y creer. Son
dos pistas que nos pueden ayudar para sacar provecho de la Solemnidad de hoy,
tan valorada por la piedad popular de la Iglesia. San Juan sabe que está
transmitiendo algo sublime, imposible de plasmar en palabras, pero aún así lo
intenta. Por eso enfatiza tanto en sus cartas, de todos los modos posibles, que
Dios es Amor. Por eso se da a la tarea de contárnoslo todo: porque sabe
que dice la verdad, para que también vosotros creáis.
Conocer el
Sagrado Corazón de Jesús para creer en su Amor es la necesidad
más honda de nuestro propio corazón. Acudamos a la intercesión de la Virgen y
de san Juan, cuyos corazones latieron al unísono con el de Cristo, para que no
dejemos nunca de pasmarnos frente a este misterio: que nosotros somos el tesoro
del Corazón de Dios.
Luis Miguel Bravo Álvarez
Fuente: Opus Dei