2 – Junio. Miércoles de la IX semana del Tiempo Ordinario
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Se le acercan
unos saduceos, los cuales dicen que no hay resurrección, y le preguntan: «Maestro,
Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero
no hijos, que se case con la viuda y dé descendencia a su hermano”. Pues bien,
había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos; el segundo se casó
con la viuda y murió también sin hijos; lo mismo el tercero; y ninguno de los siete dejó hijos. Por último
murió la mujer. Cuando llegue la resurrección y resuciten, ¿de cuál de ellos
será mujer? Porque los siete han estado casados con ella». Jesús les respondió:
«¿No estáis equivocados, por no entender la Escritura ni el poder de Dios? Pues
cuando resuciten, ni los hombres se casarán ni las mujeres serán dadas en
matrimonio, serán como ángeles del cielo. Y a propósito de que los muertos
resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en el episodio de la zarza,
lo que le dijo Dios: “Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de
Jacob”? No es Dios de muertos, sino de vivos. Estáis muy equivocados».
Comentario
Es razonable
un sano preguntarse por la vida tras la resurrección. Nos resulta tan
misteriosa que el camino más normal para explicárnosla es aplicarle algo de lo
que vivimos aquí y ahora. Sin embargo, el mismo Pablo nos recuerda: “ni ojo
vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios
para los que le aman” (1Co 2,9). El Apóstol dice haber sido arrebatado al
paraíso y haber oído palabras inefables “que al hombre no es lícito pronunciar”
(2Co 12,4). Pero, ¿qué puede entender de las cosas de Dios una persona
“carnal”, esto es, una persona que no es aún “espiritual”, que no se deja
instruir por el Espíritu? (cfr. 1Co 3,1-3).
Todo lo que
aquí experimentamos y vivimos nos dice algo de la vida gloriosa. Y, sin
embargo, esa novedad que nos aguarda –“mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap
21,5)–, esa gloria, supera por completo nuestra comprensión: “estoy convencido
de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria
futura que se va a manifestar en nosotros” (Rm 8,18). ¿Qué podríamos decir
sobre el “hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13)? Y,
sin embargo, ¡qué fácil resulta hacer mezquino lo más grande, hablar con
trivialidad de lo más excelso!
Los saduceos
plantean a Jesús una cuestión que, en su opinión, reduce a lo absurdo la
creencia en la resurrección. Para ello, se basan en la Ley mosaica (cfr. Dt
25,5-6; Gn 38,8). Y Jesús les responde usando la misma Ley para decirles que no
la han entendido (cfr. Ex 3,6). Para quien no quiere creer, los textos no son
ningún obstáculo, porque siempre se pueden retorcer para hacerles decir lo que
uno quiere, obviando otros. El pasaje de hoy trae a la memoria estas palabras:
“Pero sus inteligencias se embotaron. En efecto, hasta el día de hoy perdura en
la lectura del Antiguo Testamento ese mismo velo, sin haberse descorrido,
porque solo en Cristo desaparece” (2Co 3,14). Mirar a Cristo, abrirse a él por
la fe, nos transforma. En Cristo vemos la sabiduría y el poder del Dios vivo y
de la vida. Sólo su Espíritu es capaz de abrir nuestro corazón y nuestro
entendimiento. ¡Qué importante es tratarle para poder abrirnos a los misterios
de Dios y vivir de ellos!
Juan Luis
Caballero
Fuente: Opus
Dei






