El Papa Francisco celebró este martes 29 de junio en la Basílica de San Pedro del Vaticano la Misa por la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, patronos de Roma
A
la ceremonia asistieron los miembros de la Delegación del Patriarcado Ecuménico
de Constantinopla y se bendijeron los palios que se les impondrán a los
Arzobispos Metropolitanos nombrados en el transcurso del año.
A continuación, la homilía
completa del Papa Francisco:
Hoy celebramos a dos grandes
Apóstoles del Evangelio y columnas de la Iglesia: Pedro y Pablo. Observemos de
cerca a estos dos testigos de la fe. En el centro de su historia no están sus
capacidades, sino el encuentro con Cristo que cambió sus vidas. Experimentaron
un amor que los sanó y los liberó y, por ello, se convirtieron en apóstoles y
ministros de liberación para los demás.
Pedro
y Pablo son libres sólo porque fueron liberados. Detengámonos en este punto
central.
Pedro, el pescador de Galilea,
fue liberado ante todo del sentimiento de inadecuación y de la amargura del
fracaso, y esto ocurrió gracias al amor incondicional de Jesús. Aunque era un
pescador experto, varias veces experimentó, en plena noche, el amargo sabor de
la derrota por no haber pescado nada (cf. Lc 5,5; Jn 21,5) y, ante las redes
vacías, tuvo la tentación de abandonarlo todo.
A pesar de ser fuerte e
impetuoso, a menudo se dejó llevar por el miedo (cf. Mt 14,30). Si bien era un
apasionado discípulo del Señor, siguió razonando según el mundo, sin ser capaz
de entender y aceptar el significado de la cruz de Cristo (cf. Mt 16,22).
Aunque decía que estaba dispuesto a dar la vida por Él, fue suficiente sentir
que sospechaban que era uno de los suyos para asustarse y llegar a negar al
Maestro (cf. Mc 14,66-72).
Sin embargo, Jesús lo amó
gratuitamente y apostó por él. Lo animó a no rendirse, a echar de nuevo las
redes al mar, a caminar sobre las aguas, a mirar con valentía su propia
debilidad, a seguirlo en el camino de la cruz, a dar la vida por sus hermanos,
a apacentar sus ovejas.
De este modo lo liberó del miedo,
de los cálculos basados únicamente en las seguridades humanas, de las
preocupaciones mundanas, infundiéndole el valor de arriesgarlo todo y la
alegría de sentirse pescador de hombres. Y lo llamó precisamente a él para que confirmara
a sus hermanos en la fe (cf. Lc 22,32).
A él le dio ―como hemos escuchado
en el Evangelio― las llaves para abrir las puertas que conducen al encuentro
con el Señor y el poder de atar y desatar: atar los hermanos a Cristo y desatar
los nudos y las cadenas de sus vidas (cf. Mt 16,19).
Todo esto fue posible sólo porque
―como nos dice la primera lectura― Pedro fue el primero en ser liberado. Se
rompieron las cadenas que lo tenían prisionero y, al igual que había ocurrido
en la noche que los israelitas fueron liberados de la esclavitud en Egipto, se
le pidió que se levantara rápidamente, que se pusiera el cinturón y se atara
las sandalias para poder salir.
Y el Señor le abrió las puertas
de par en par (cf. Hch 12,7-10). Es una nueva historia de apertura, de
liberación, de cadenas rotas, de salida del cautiverio que encierra. Pedro tuvo
la experiencia de la Pascua: el Señor lo liberó.
También el apóstol Pablo
experimentó la liberación de Cristo. Fue liberado de la esclavitud más
opresiva, la de su ego. Y de Saulo, el nombre del primer rey de Israel, pasó a
ser Pablo, que significa “pequeño”. Fue librado también del celo religioso que
lo había hecho encarnizado defensor de las tradiciones que había recibido (cf.
Gal 1,14) y violento perseguidor de los cristianos.
La observancia formal de la
religión y la defensa a capa y espada de la tradición, en lugar de abrirlo al
amor de Dios y de sus hermanos, lo volvieron rígido. Era un fundamentalista.
Dios lo libró de esto, pero no le ahorró, en cambio, muchas debilidades y
dificultades que hicieron más fecunda su misión evangelizadora: las fatigas del
apostolado, la enfermedad física (cf. Ga 4,13-14), la violencia y la
persecución, los naufragios, el hambre y la sed, y —como él mismo contaba— una
espina que lo atormentaba en la carne (cf. 2 Co 12,7-10).
Así, Pablo comprendió que «Dios
eligió lo débil del mundo para confundir a los fuertes» (1 Co 1,27), que todo
lo podemos en aquel que nos fortalece (cf. Flp 4,13), que nada puede separarnos
de su amor (cf. Rm 8,35-39). Por eso, al final de su vida ―como nos dice la
segunda lectura― Pablo pudo decir: «el Señor me asistió» y «me seguirá librando
de toda obra mala» (2 Tm 4,17.18). Pablo tuvo la experiencia de la Pascua: el
Señor lo liberó.
Queridos hermanos y hermanas, la
Iglesia mira a estos dos gigantes de la fe y ve a dos Apóstoles que liberaron
la fuerza del Evangelio en el mundo, sólo porque antes fueron liberados por su
encuentro con Cristo. Él no los juzgó, no los humilló, sino que compartió su
vida con afecto y cercanía, apoyándolos con su propia oración y a veces
reprendiéndolos para moverlos a que cambiaran.
A Pedro, Jesús le dice con
ternura: «He rogado por ti para que no pierdas tu fe» (Lc 22,32), a Pablo le
pregunta: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4). Jesús hace lo mismo
con nosotros: nos asegura su cercanía rezando por nosotros e intercediendo ante
el Padre, y nos reprende con dulzura cuando nos equivocamos, para que podamos
encontrar la fuerza de levantarnos y reanudar el camino.
Tocados por el Señor, también
nosotros somos liberados. Siempre necesitamos ser liberados, porque sólo una
Iglesia libre es una Iglesia creíble. Como Pedro, estamos llamados a liberarnos
de la sensación de derrota ante nuestra pesca, a veces infructuosa; a
liberarnos del miedo que nos inmoviliza y nos hace temerosos, encerrándonos en
nuestras seguridades y quitándonos la valentía de la profecía.
Como Pablo, estamos llamados a
ser libres de las hipocresías de la exterioridad, a ser libres de la tentación
de imponernos con la fuerza del mundo en lugar de hacerlo con la debilidad que
da cabida a Dios, libres de una observancia religiosa que nos vuelve rígidos e
inflexibles, libres de vínculos ambiguos con el poder y del miedo a ser
incomprendidos y atacados.
Pedro y Pablo nos dan la imagen
de una Iglesia confiada a nuestras manos, pero conducida por el Señor con
fidelidad y ternura; de una Iglesia débil, pero fuerte por la presencia de
Dios; de una Iglesia liberada que puede ofrecer al mundo la liberación que no
puede darse a sí mismo: liberación del pecado, de la muerte, de la resignación,
del sentimiento de injusticia, de la pérdida de esperanza, que envilece la vida
de las mujeres y los hombres de nuestro tiempo.
Preguntémonos, ¿cuánta necesidad
de liberación tienen nuestras ciudades, nuestras sociedades, nuestro mundo?
¡Cuántas cadenas hay que romper y cuántas puertas con barrotes hay que abrir!
Podemos ser colaboradores de esta liberación, pero sólo si antes nos dejamos
liberar por la novedad de Jesús y caminamos en la libertad del Espíritu Santo.
Hoy nuestros hermanos arzobispos
reciben el palio. Este signo de unidad con Pedro recuerda la misión del pastor
que da su vida por el rebaño. Dando su vida, el pastor, liberado de sí mismo,
se convierte en instrumento de liberación para sus hermanos.
Hoy nos acompaña la Delegación
del Patriarcado Ecuménico, enviada para esta ocasión por nuestro querido
hermano Bartolomé: vuestra grata presencia es un precioso signo de unidad en el
camino de liberación de las distancias que dividen escandalosamente a los
creyentes en Cristo. Gracias por vuestra presencia.
Rezamos por vosotros, por los
pastores, por la Iglesia, por todos nosotros para que, liberados por Cristo,
seamos apóstoles de liberación en el mundo entero.
Fuente: ACI Prensa