Hace 22 años se presentó oficialmente ante la Santa Sede la documentación de su proceso de canonización
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Francesc Fort-(CC BY-SA 4.0 |
Algunos
han apodado “Quijote medieval” a Ramon Llull (1232-1315), quizá porque Cervantes
pudo haber leído su Libro de la orden de caballería. Para otros, el personaje
es quijotesco porque su conducta tiene algo de inexplicable. No en vano, muchos
lo tomaron por loco en su tiempo.
Si bien ciertamente
extraordinario por su longevidad, sus viajes o el número de libros que escribió
(280), al hablar de Llull hay que recordar, por obvio que parezca, que es un
personaje real y no de ficción y, sobre todo, que es el hispano de mayor relevancia
en el mundo de la filosofía y del pensamiento. Así que vale la pena preguntarse
cuáles son sus aportaciones esenciales y tratar de comprenderlas. Me centraré
para ello en siete claves.
Primera clave: Fue un trovador y no un cabalista
Llull cambió de vida y de
profesión -se convirtió- pasados los 30 años, y no porque se aburriera de su
vida como cortesano del rey de Mallorca, sino porque se le apareció Jesucristo.
En agradecimiento, quiso dedicar su vida a convertir a otros, y particularmente
a los musulmanes, pues había nacido en una isla recién conquistada al Islam.
A pesar de este cambio de
profesión -de trovador a filósofo- Llull siguió siendo toda su vida un
aficionado a los juegos y artes con los que atraer la atención del público:
esta vez no ya para alabar la habilidad del artista, sino para conocer a Dios.
Pero conviene no olvidar que sus trucos no esconden magia ni ocultismo, sino
que son solamente eso, formas de entretener para que no decaiga el espíritu en
el esfuerzo por la búsqueda de la verdad.
Segunda: El arte para encontrar
la verdad
Llull afirmó haber hallado un
arte para encontrar la verdad (ars inveniendi veritatis). Lo halló después de
más de diez años de intenso estudio y más o menos por la fecha (1274) en que
murieron santo Tomás de Aquino y san Buenaventura. El arte es, como su nombre
indica, un método, una forma de pensar, y no un contenido: no es otra cosa que
el uso riguroso de la lógica.
Pero también un uso perseverante,
pues no es arte lo que no se repite con destreza. Es, por tanto, un ejercicio,
un plan, una forma que quiere ser sencilla para alcanzar algo difícil, como son
las verdades más excelsas, aquellas que se refieren a Dios.
Tercera: hay que frotarse con la
verdad hasta que salta la chispa
Algunos -como Leibniz- se han
quedado con la envoltura del arte luliano, creyendo que la verdad es un modelo
matemático, o una combinación de verdades que se mezclan y derivan unas de
otras a partir de las figuras en que Llull propone meditarlas conjuntamente.
Aquí se olvida lo dicho sobre el
aspecto lúdico-artístico del arte luliano, pero, sobre todo, lo dicho acerca de
que el arte no es un cubilete para mezclar cócteles con ingredientes secretos,
sino un juego para obligar a la mente a rozarse con las verdades más sublimes.
Esta clave puede expresarse con
un refrán como el de que a las ideas hay que darles vueltas. No se trata de
manejar conceptos con rigor lógico, sino de manosearlos, de frotar la razón con
los conceptos más elevados, de modo que una mente que no estaba cerrada a las
verdades sobrenaturales llegue a comprenderlas a la luz de los principios de
razón natural
Para llegar a las verdades más
difíciles de comprender no basta con un solo intento. Éste es el sentido que en
el lenguaje ordinario damos a la expresión dar vueltas a las cosas. Llull
comprendió que si quería trovar (encontrar y ayudar a otros a encontrar) a
Dios, no debía bombardear con argumentos al interlocutor, sino enseñarle a
meditar ciertas verdades, pocas, de modo que, dándoles vueltas, le permitieran
comprenderlas. Llull propone combinar entre sí las verdades, con la esperanza
de que una combinación determinada permita a uno comprenderlas, mientras que
otro las comprendería mejor con otra combinación distinta.
Cuarta: Conocer a Dios por
razones necesarias
De Llull puede decirse que
demostró las verdades de la fe cristiana al probar que carecen de contradicción
-no hay en ellas nada erróneo, en sentido negativo- y realizar el mayor grado
de perfección del ser y la verdad (de aquellas propiedades que reconocemos como
propias del ser y que no podrían faltar a Dios, lo que Llull llama “razones
necesarias”: bondad, poder, belleza, eternidad…).
Llull deja claro que las verdades
de fe no son deducibles a partir de un conocimiento lógico, sino inducidas del
conocimiento de la realidad, y esa puntualización de que no son demostrables
matemáticamente vale al protagonista de su novela Blanquerna (1283) la elección
como Papa: en el terreno inductivo es cierto “lo que no puede ser destruido por
razones necesarias” (no es absurdo), mientras que su contrario sí puede serlo.
Quinta: La huella de la Trinidad
El que Llull encuentre en todo
una huella de la Trinidad puede verse como una genial intuición, pero es el
logro al que da más importancia: de hecho, lo más difícil de comprender de su
filosofía es la llamada demostración por equiparación.
Pero la estructura trinitaria se
refleja en todos los seres, que estarían compuestos de materia, forma y
conjunción (o correlación). Presenta el tercer elemento como la acción que se
une a la materia y forma aristotélicas, por lo que es posible que pueda ser
explicado en relación a lo que santo Tomás de Aquino descubrió como el acto
presente en todo ser.
Sexta: Demostración de la
Trinidad y de la Encarnación
Una vez que sabemos que Llull no
pretende deducir a Dios como si fuera una propiedad derivada de la verdad
conocida, pero sí excluir de Él toda contradicción, podemos ver cómo explica
que la Trinidad no es absurda y sí, por el contrario, lo que concuerda de forma
más excelsa con el ser, examinando las combinaciones del acto de ser (o
principiar).
Dios es “principio que inicia sin
ser iniciado” (Dios Padre); “principio que inicia y es iniciado” (Dios Hijo); y
“principio que es iniciado pero no inicia” (Dios Espíritu Santo). La única
combinación excluida (por implicar defecto o contradicción) sería un Dios
“solitario”, que careciera de actividad en sí o hacia el exterior (“no iniciado
y que no inicia”). Llull pretende así hacer comprender a los musulmanes que,
negando la máxima actividad interna en Dios (el misterio de la Trinidad), están
haciendole ser ocioso: es más, la creación, como única actividad divina,
vendría a ser necesaria y Dios no sería libre.
De igual modo, puede probarse que
la Encarnación es la máxima expresión de la perfección divina. La segunda gran
diferencia entre cristianos y musulmanes es que éstos aceptan a Cristo como
hombre (y profeta), pero no como Dios. Una vez que Dios ha creado (libremente),
Llull opina que Dios no puede dejar de hacer la obra más excelsa, y esa será un
hombre que a la vez es Dios. Si, como aceptan los musulmanes, el hombre está
además inclinado a pecar, la Encarnación será lo que máximamente puede ayudar
al hombre a enmendarse, mediante la Redención.
Séptima: fracaso, martirio y
éxito de Llull
Llull escribió al menos 266 obras
(más 14 perdidas) y recorrió las cortes de los principales reyes cristianos,
tratando de que abrieran “escuelas” de lenguas para poder dialogar con personas
de religiones diferentes. Lo consiguió en el Concilio de Vienne (1311), cuyo
decreto “Inter sollicitudines” ordenó fundar colegios de lenguas en la curia
papal, y en las universidades de París, Oxford, Bolonia y Salamanca.
No conforme con el escaso eco que
recibía por parte de los poderosos, Llull viajó personalmente tres veces al
norte de África (Bugía -en Argelia- y Túnez), siendo expulsado y, finalmente,
apedreado. Murió mientras lo evacuaban a Mallorca en fecha indeterminada de
1315 o 1316, y fue enterrado en la iglesia del convento franciscano de Palma.
El examen médico de sus restos,
realizado casi tres siglos más tarde, el 5 de diciembre de 1611, encontró
huellas de la violencia que le provocó la muerte. Su culto fue boicoteado por
el inquisidor general de la Corona de Aragón, Nicolau Eimeric (1316-1399, figura
que se tragó la historia pero que ha revivido el novelista Ildefonso Falcones
en La catedral del mar) y después, durante la Ilustración, por figuras como
Jerónimo Feijóo.
A pesar de todo, la confianza de
Llull en el poder de la razón para llegar a Dios y su método de argumentación
“natural” y no por autoridades fue adoptado con entusiasmo por el cardenal
Cisneros e impulsado por Felipe II, para que se empleara en la evangelización
de América. Personalmente fracasó en África, pero puede decirse que su arte tuvo
en el Nuevo Mundo un éxito perenne.
Otra cosa es que el
reconocimiento eclesiástico al culto inmemorial que se le da en Mallorca llegue
a buen puerto. En 1995 el obispo Teodor Úbeda se propuso llevar al Vaticano la
causa de canonización de Llull y nombró un postulador, el padre Gabriel Ramis,
que el 26 de junio de 1999 depositó en la Congregación para las Causas de los
Santos media docena de cajas con documentos. 22 años después, los dos censores
nombrados para dictaminar la ortodoxia doctrinal de Llull aún no han dado
respuesta.
Mientras tanto, la diócesis de
Mallorca, conforme refleja el Calendario Litúrgico Pastoral de la Conferencia
Episcopal Española, persevera en celebrar su memoria como beato mártir cada 27
de noviembre.
Santiago Mata es autor de El
hombre que demostró el cristianismo. Ramon Llull. Rialp, Madrid, 2006, 219
páginas.
Santiago
Mata
Fuente: Aleteia