Está en cometer errores juntos y perdonarse mutuamente
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La culpa es el tipo de secreto
que me hace pensar que todo el mundo está alucinando con lo mal padre que
soy. Sin duda, todos los demás padres hablan entre ellos sobre cómo mis hijos
suben por la rampa del tobogán cuando, claramente, las rampas son para ser
bajadas; sobre cómo mis hijos aúllan como lobos a la luna mientras cuelgan
peligrosamente de la rama de un magnolio a seis metros del suelo, y sobre cómo
uno de mis hijos se las apañó para ir a misa con los pantalones del
revés. Un padre no puede evitar sentir cierta culpa por estos fallos
paternos, por pequeños que sean.
Todo el mundo está en el mismo
barco
Nos hace sentir exclusivamente
inadecuados cuando, en realidad, todo el mundo está en el mismo barco. Cada
padre y madre se tortura a sí mismo por las decisiones que ha tomado: ¿he sido
muy estricta? ¿He sido demasiado indulgente? ¿Regresé al trabajo demasiado
pronto? ¿Los envié a la escuela inadecuada? ¿Al médico inapropiado? ¿He sido un
mal ejemplo?
Es inevitable que todos los niños
cometan errores. Confiamos y rezamos por que los errores no sean demasiado
grandes y que aprendan de ellos a tiempo para convertirse en adultos
responsables. Sin embargo, hasta que te sucede, es difícil deshacerse de
esa confianza de padre primerizo que dice que tu hijo será diferente. Que
tu hijo evitará todos los errores. Los errores están para los hijos de otros.
Pero luego, sucede. Tu hijo o tu hija se mete en problemas en la escuela o
tiene mala conducta o abandona los estudios. Tus mejores esfuerzos no fueron
suficiente. Empiezas a plantearte preguntas más duras sobre ti mismo. Y se
asienta la culpa.
La parroquia de la que soy
pastor, la de la Epifanía de Nuestro Señor en San Luis (Misuri, EE.UU.), está
bendecida con un gran número de familias jóvenes. Hay momentos en la misa
en los que apenas puedo escucharme a mí mismo porque los niños están
participando de la ceremonia con extremo vigor y entusiasmo. Cantan aleluyas
desafinados después de que hayamos terminado de cantar, pasan las páginas de
sus misales con un volumen que nunca había escuchado producir al papel y hacen
carreras alocadas a los servicios a intervalos aleatorios.
Mi respuesta a los padres
Por el rabillo del ojo, veo a los
padres abandonar el barco uno a uno, replegando a sus bebés en mitad de un
berrinche y apresurándose a un margen, con un aspecto avergonzado en las
caras. Los padres vienen a mí a disculparse constantemente por sus hijos.
Sienten cierto grado de culpa por que hayan perturbado la misa. Mi respuesta
no es mentirles y asegurarles que todo está absoluta y perfectamente bien,
porque todos sabemos que no es ideal que los niños pierdan los estribos en
mitad de la misa. Pero sí les aseguro que es perfectamente natural. Los
niños están aprendiendo a participar en la misa y, como familia, nuestra
parroquia los apoya y los ama mientras practican.
No es perfecto, pero tampoco es
algo por lo que nadie deba sentirse culpable y, definitivamente, no hacen falta
disculpas. En cualquier caso, ¿qué tipo de parroquia familiar sería si no
hubiera montones de niños dando vidilla a nuestras oraciones? Y una cosa para
reflexionar: ¿quién de nosotros, adultos, participa perfectamente en la misa
siempre, sin siquiera una única ensoñación despistada y caprichosa?
La cuestión es que los niños
están ocupados creciendo. En ocasiones, serán molestos y pondrán a prueba
nuestra paciencia y nos harán reaccionar mal. Cometerán errores. Los padres
también cometen errores. Tenemos días malos. No siempre sabemos cómo solucionar
sus problemas o cómo darles exactamente lo que necesitan.
En esencia, el problema es
insoluble. Incluso dejando a un lado los errores concretos que haya cometido
como padre, sé que, día a día, no los amo perfectamente. No los amo de la
manera que merecen. Todo lo que puedo hacer es esforzarme lo mejor que pueda y,
si les he dado lo mejor de mí, entonces no hay motivo para sentir culpa. En
definitiva, nuestros hijos son seres humanos con sus propios sentimientos e
ideas. Toman sus propias decisiones y nosotros no podemos tomarlo personalmente,
como si la culpa fuera nuestra cada vez que un niño tiene un berrinche durante
la misa o un adolescente se mete en líos.
En su novela Gilead,
Marilynne Robinson escribe: “La experiencia me dice que la culpa puede brotar
por la brecha más insignificante y cubrir el paisaje y formar en él charcas y
ciénagas, tan natural como el agua”. En otras palabras, no es sano que nos
aferremos a la culpa demasiado tiempo. Nos consume. La culpa no sirve de mucho
a largo plazo. Funciona bastante bien a corto plazo para alertarnos de un
problema, pero debemos sentir la culpa, reconocer el error y luego convertirlo
en un cambio positivo para el futuro.
Dios saca provecho de todo,
también de esto
La paternidad es un proceso en
evolución. Los niños son complicados. Las situaciones son turbias. No hay una
única respuesta correcta. Yo me aferro a mi fe de que Dios saca beneficio
de todas las situaciones, incluso de las dolorosas que hemos generado con
nuestros propios errores. En todo hay una oportunidad para crecer y aprender,
tanto para padres como para hijos, siempre que no dejemos que la culpa sabotee
el proceso.
Nadie puede ser un experto en
todo siempre. En cualquier caso, una paternidad exitosa no consiste solamente
en tener más información y conocer las últimas teorías. La paternidad consiste
en ser una familia juntos, en cometer errores juntos, perdonarse
mutuamente y, por encima de todo, amarse mutuamente. Donde hay amor, no cabe la
culpa.
Michael
Rennier
Fuente: Aleteia






