21 – Julio. Miércoles de la XVI semana del Tiempo Ordinario
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Aquel día salió Jesús de casa y
se sentó junto al mar. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una
barca; se sentó y toda la gente se quedó de pie en la orilla. Les habló muchas
cosas en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, una parte cayó
al borde del camino; vinieron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en
terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y como la tierra no era profunda
brotó enseguida; pero en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se
secó. Otra cayó entre abrojos, que crecieron y la ahogaron. Otra cayó en tierra
buena y dio fruto: una, ciento; otra, sesenta; otra, treinta. El que tenga
oídos, que oiga».
Comentario
Esta parábola es un nuevo
comienzo en el ministerio de Nuestro Señor. Hasta entonces su enseñanza había
sido clara y explícita, y fácilmente comprensible para las multitudes. Podemos
entender su sorpresa, entonces, cuando después de su hermosa descripción del
sembrador y la semilla, en lugar de explicarles la parábola, terminó
abruptamente: “El que tenga oídos, que oiga”. En efecto, Jesús proporcionó la
interpretación, pero sólo más tarde, en privado a los apóstoles.
A nosotros nos parece evidente el
sentido de esta parábola, pero en realidad es porque tenemos la propia
explicación de Nuestro Señor (cf. Mt 13,18-23). Para las multitudes, que la
escuchaban por primera vez a orillas del lago, sonaba misteriosa, como una
adivinanza sin respuesta. La implicación era que tendrían que descubrir el
significado; y la única forma segura de hacerlo era preguntar a un maestro, que
sería alguien acreditado por el propio Jesús. Al enseñar en parábolas y dar la
clave de su significado a los apóstoles, Jesús les dio autoridad para enseñar
en su nombre, al mismo tiempo que los entrenaba para su papel. En esto podemos
discernir, al menos en la práctica, el comienzo de la autoridad docente de la
Iglesia.
En la Introducción a su
Comentario al Libro de Job, San Gregorio Magno escribió memorablemente: “La
Palabra Divina (…) es una especie de río, si se me permite compararlo, que es a
la vez ancho y profundo, en el que tanto el cordero puede caminar, como el
elefante nadar” (Gregorio Magno, Moralia, Epístola a Leandro 4). Esta
descripción es muy adecuada para las parábolas de Nuestro Señor, y esta
cualidad las convierte en un método de enseñanza ideal para oyentes de
diferentes capacidades; todos pueden aprender algo de ellas.
Los
cristianos de diferentes épocas han aprendido de la práctica de Nuestro Señor,
y la Iglesia primitiva, a comunicar los contenidos de la Fe con palabras que
sus diferentes audiencias puedan entender. Las verdades permanecen inalteradas,
pero el lenguaje cambiará para adaptarse a la mentalidad de los tiempos, y a la
capacidad de los oyentes. La tarea corresponde a cada uno de los fieles, y
podemos pedir al Espíritu Santo que nos ayude a encontrar las palabras
adecuadas para que nuestros oyentes puedan asimilar la doctrina que contienen
(cf. Lc 12,12).
Andrew Soane
Fuente: Opus Dei






