11 – Julio. XV Domingo del Tiempo Ordinario
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Llamó a los Doce y los fue
enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les
encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni
alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una
túnica de repuesto. Y decía: «Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os
vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos
sacudíos el polvo de los pies, en testimonio contra ellos». Ellos salieron a
predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos
enfermos y los curaban.
Comentario
El evangelio de la misa de hoy
nos muestra a Jesús enviando a los Doce, de dos en dos, a predicar la
conversión y a sanar y liberar a los oprimidos por el diablo. Jesús les pide
hacer aquello por lo que luego lo recordará Pedro en uno de sus discursos en
los Hechos de los Apóstoles: “A Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu
Santo y poder, y (…) pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por
el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10,38). Misión esta con la que todos
nos sentimos identificados. Pero el escueto texto del Evangelio según Marcos
dice mucho más de lo que parece, y a desentrañarlo nos ayudan las demás
lecturas que hoy se leen en misa.
En la primera de ellas nos habla
el profeta Amós: “Yo no soy profeta, ni hijo de profeta; sino ganadero y
cultivador de sicomoros. El Señor me tomó de detrás del rebaño; el Señor me
mandó: «Vete, profetiza a mi pueblo Israel»” (Am 7,15). Lo que la breve primera
lectura de la misa de hoy nos ilumina sobre el evangelio es precisamente esta
convicción de que es Dios el que llama al profeta: el verdadero profeta no se
mueve por motivos humanos ni predica un mensaje a gusto del oyente. Hay en él
humildad y valentía al mismo tiempo: la valentía que da la seguridad de ser
portador de un mensaje divino, un mensaje que es amor y misericordia porque es
invitación a la una conversión de la que depende la vida.
Esto mismo lo vamos a escuchar en
el salmo: “Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos y a los que se
convierten de corazón” (Sal 85,9). Amigos son los que escuchan la palabra de
Dios; ¡todos están llamados a ser amigos! Pero algunos escuchan y otros no.
Así, el profeta es no solo enviado con un mensaje sino también con la misión de
intentar abrir los corazones de los oyentes, al menos con una pequeña rendija,
para que el mensaje divino entre en ellos y haga su labor. El profeta no ha
sido enviado para condenar, sino para hablar de la salvación de Dios, de su
amor y su misericordia. Y para recordar a todos que, lejos de Dios, en manos
del pecado, no hay vida posible.
Al profeta, al apóstol, le ha
sido otorgada una gran potestad. Y esto no debemos olvidarlo: “No descuides el
don que hay en ti” (1Tm 4,14). Pero esa potestad va unida a la firme convicción
de que toda autoridad tiene su fuente en Dios y, en el caso del profeta o
apóstol, de que es para la misión apostólica. El enviado, como nos recuerda
Marcos, lleva consigo lo imprescindible para ayudarse en el camino: un bastón.
El enviado es un caminante, que va de casa en casa, de corazón en corazón,
llevando la luz y la curación que trae el Evangelio, que es Cristo, y que obra
poderosamente a través del Espíritu. La acción del profeta manifiesta que el
Reino de Dios está ya aquí, entre nosotros, precisamente por esa acción
sanadora de cuerpos y de espíritus.
Esa acción poderosa de la
predicación tiene su fuente en el mismo Evangelio, cuya predicación es el
primer salario que recibe el que evangeliza, como dice San Pablo: “¿Cuál es
entonces mi recompensa? Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente” (1Co
9,18). Pero para que esto sea así, lo que ha de entregarse es el Evangelio que
uno ha recibido, la fe apostólica, a la que el mismo Pablo llama escudo (Ef
6,16). La segunda lectura de la misa de hoy es un maravillo resumen de esa fe,
en cuyo corazón está el plan eterno de Dios: la llamada de los hombres a ser
sus hijos, a ser santos e irreprochables ante Él por el amor, y sobre los que
ha derramado sobreabundantemente las riquezas de su gracia con toda sabiduría y
prudencia (cfr. Ef 1,3-14).
Las lecturas de la misa de hoy
nos recuerdan a qué hemos sido llamados y la grandeza de la condición apostólica
de los cristianos, con los que Dios cuenta para hacer conocer a todos su
maravilloso designio: ¡hemos de entrar en todas las casas para llevar a cada
hogar la luz del Evangelio! (cfr. Mc 16,15-18). La mayor fortaleza que tiene el
cristiano radica en haber interiorizado el evangelio y haberlo hecho vida
propia: el saberse así amados desde la eternidad, el saberse llamados a algo
tan grande, el saber que Dios cuente con nosotros, la experiencia de su
misericordia. Todo esto nos empuja a preguntarnos hasta qué punto hemos dejado
que el Evangelio entre en nuestro corazón para transformarnos. La fuerza y la
convicción con la que hablemos de Dios a cada persona depende de eso.
Juan Luis Caballero
Fuente: Opus Dei






