El fotógrafo era español y el sacerdote tuvo que huir a España
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José Ramírez, arrodillado ante el sacerdote Domingo Lorenzo antes de ser asesinado por los comunistas. |
"Eran
días de desenfreno, desbordamiento de todos los instintos primitivos del
hombre-fiera salvaje. Era la revolución de los barbudos de Fidel Castro,
que se asienta sobre montañas de cadáveres desde 1953 -cuartel Moncada-
hasta hoy, con la consiguiente ruina de la patria esclavizada, destrucción de
las familias, de las instituciones, de la economía, de la libertad, de todos los
valores morales y virtudes heroicas de aquel país, digno de mejor suerte".
Esta frase está escrita en 1962,
y su autor es un sacerdote, co-protagonista de una fotografía que dio la
vuelta al mundo y ganó el Premio Pulitzer en 1960. En ella, administra en plena
calle los últimos auxilios espirituales a un hombre que va a ser asesinado por
los comunistas armados que les rodean, y que ocupan el poder desde el 1 de
enero de 1959.
Ésta es su historia.
Un burgalés condecorado por
Eisenhower
Andrew López nació en Burgos en 1910, pero a
los cuatro años llegó a Estados Unidos. Vivió casi toda su vida en Nueva York,
donde con el tiempo se formó en la fotografía como autodidacta hasta
convertirse en periodista gráfico a partir de 1941.
Durante la Segunda Guerra
Mundial, Andrew estuvo en el frente como corresponsal, donde cubrió el
desembarco de Normandía, la batalla de las Ardenas y la entrada de los aliados
en París. Cuatro días antes de ese hecho fue herido en
el campo de batalla y volvió por un tiempo a Estados Unidos, pero
luego volvió a ser enviado, esta vez al Pacífico, donde asistió a la rendición
de Japón y a las pruebas atómicas en el atolón Bikini.
López pudo demostrar su heroísmo
al ayudar a rescatar a varios soldados norteamericanos que habían
sido capturados por los alemanes. Por esa acción recibió en 1947, de manos
del general Dwight D. Eisenhower, futuro presidente de Estados Unidos,
la Medalla de la Libertad, la mayor condecoración que puede recibir allí
un civil.
López había empezado también a
trabajar para la UPI (United Press International) casi como recadero,
hasta que pudo demostrarles su talento como fotógrafo. Estuvo en la agencia
cuarenta años, ganándose una fama legendaria de adicto al trabajo.
Aunque cubrió eventos de todo
tipo, se especializó en deporte, en particular béisbol y hockey. Se casó
con Amy, su esposa durante 53 años, y tuvo dos hijos. En 1983 se jubiló y
se trasladó a vivir a Florida, donde murió de cáncer en 1986 dejando además
siete nietos y seis bisnietos.
Su gran momento de gloria fue
el Premio Pulitzer de Fotografía de 1960 por una serie de
instantáneas captadas el 17 de enero de 1959 en los momentos previos
al asesinato, por parte de la "justicia revolucionaria", de un cabo
del ejército cubano.
"Confiéseme, que yo soy
católico"
El cabo José Rodríguez vivía
en Jovellanos, un pueblo de Matanzas. Era padre de siete hijos y vivía
"pobremente" con su familia, según contaría luego Don Domingo
evocando la buena relación que había hecho con ellos en sus años de párroco en
la zona: "Era un celoso guardián del Ejército y cumplidor del deber en
las misiones que se le encomendaron", apunta.
"Nunca supe de qué le
acusaban", continúa, "porque entre aquella gritería ni se oían los
cargos que le hacían. Sólo oí cuando William Gálvez dijo: 'Pena de
muerte por fusilamiento, y será fusilado ahora mismo. Traedme el garan (era
el garan un fusil con mirilla telescópica), que yo mismo lo
mataré”.
Gálvez, jefe de los rebeldes en
la zona que sería luego un propagandista del régimen, había actuado de fiscal y
juez en un simulacro de juicio de dos minutos en el que no hubo abogado
defensor. La "sentencia" se dictó en el Castillo de San Severino, en
Matanzas, y llegaron a ponerle ante el pelotón de fusilamiento.
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Foto: Pulitzer. |
"Rodeados de barbudos con
metralletas bastante cerca de nosotros, el cabo de rodillas y yo en pie, con
una pequeña estola y un crucifijo, le oí en confesión y le absolví",
cuenta el padre Lorenzo: "Estaban apurados por llevarle al paredón, y me
urgían terminase pronto... y el William ya estaba abajo con su fusil. Lo llevé
yo mismo a la pared y al ir a vendarle no quiso que lo hiciera: quería
morir como un militar".
En el último momento Gálvez
decidió posponer el fusilamiento hasta la mañana siguiente porque había muchas
personas y entre ellas varias mujeres. El sacerdote acompañó a José hasta un
calabozo, donde también estaba su hermano, y ya no le vio más.
Gálvez ordenó "que
los fotógrafos entregasen todos los carretes de sus cámaras con los
negativos, que no quería fotos… Todos los entregaron menos un americano,
que con su cámara corría por los corredores en dirección a la reja-puerta,
mascullando: 'Asesinos', 'Asesinos', 'Asesinos'. Y esta es la foto en
cuestión, única que se conserva en tres partes: una confesándose, otra besando
el crucifijo y otra en el paredón, donde se aplazó el fusilamiento hasta
el siguiente día al amanecer, que ya no vi, y lo llevaron a sepultar a
Jovellanos".
Así quedó reconocida, también en
esta ocasión, la valentía de Andrew, que permitió obtener un documento
de gran valor para la Historia.
Ramírez fue fusilado al día
siguiente y su cuerpo entregado a su familia en Jovellanos. Los castristas
obligaron a su hijo mayor a firmar una carta aprobando el asesinato de su
padre.
Sacerdote entregado y amigo fiel
¿Cómo explicar la presencia
de aquel párroco de Matanzas en tan atípica situación?
Domingo Lorenzo tenía muchos
amigos entre los militares y civiles detenidos por los revolucionarios.
"Como eran mis amigos y soy fiel a la amistad, y en horas de dolor
está la prueba, me agencié un salvoconducto para visitar a todos los
prisioneros de la República, escrito por Celia Sánchez, y firmado por
Fidel Castro, que todavía conservo, y para atender en sus últimos minutos a los
condenados a muerte".
El padre Lorenzo llegó a
asistir espiritualmente a 58 amigos suyos antes de ser fusilados. Él se
reconoce "cansado" y "nervioso" por aquella tarea: "Todo
era matar, matar, matar… Y después de muertos me los entregaban pasada la
una de la madrugada. A aquella hora tenía que llamar a las funerarias, a
los forenses, a los juzgados; lavarlos, conducirlos a la funeraria,
meterlos en la caja y después dar la noticia a sus viudas, hijos, padres… y las
escenas eran desgarradoras. Había que acompañarlos al cementerio, adonde iban
solo los familiares y algunos barbudos".
Empezaron a atosigarle. "Era
bien claro el marxismo despiadado y bien ensayado", explica: "Un día
me llamaron al cuartel de Matanzas y me ordenaron que dejase Cuba si no
quería ir también yo al paredón".
Era viernes, y el sábado, a las
cinco de la tarde, tomó un avión de Iberia rumbo a Madrid, a donde llegó
el 5 de abril de 1959.
Por su interés, reproducimos en
su integridad el artículo.
***
Los fusilamientos en Cuba
Domingo Lorenzo - ABC, 22 de
noviembre de 1962
La foto que días pasados fue
objeto de vivos comentarios en periódicos españoles corresponde ciertamente al
cabo del ejército del general Fulgencio Batista, presidente de la
República de Cuba, y es de enero de 1959, cuando este cabo, llamado José
Rodríguez o “Pepe Caliente”, fue sentenciado a muerte en el castillo de
San Severino, en Matanzas. El sacerdote que le está oyendo en confesión en el
patio del referido castillo es el que suscribe, padre Domingo Lorenzo, a
la sazón párroco en la misma ciudad de Matanzas.
Fue el primer fusilamiento en la
ciudad, sin tribunales, sin defensor, sin testigos, y sólo una persona habló,
vociferó, gesticuló y sentenció por sí y ante sí; esta persona era el llamado
comandante William Gálvez, a la sazón jefe del ejército rebelde en
Matanzas. Fue pública la vista, con proliferación de fotógrafos, corresponsales
de prensa, pueblo en general, que en medio de gran histerismo, deseosos de
venganza, de sangre, ebrios de todo, pedían: “¡Paredón! ¡Paredón!” por todas
partes, y eran pocas las personas que en aquel castillo había que no tuviesen
un fusil o ametralladora en sus manos, un poderoso revólver al cinto y una
canana cruzada desde el cuello al pecho y espalda.
Eran días de desenfreno,
desbordamiento de todos los instintos primitivos del hombre-fiera salvaje. Era
la revolución de los barbudos de Fidel Castro, que se asienta sobre montañas
de cadáveres desde 1953 -cuartel Moncada- hasta hoy, con la consiguiente
ruina de la patria esclavizada, destrucción de las familia, de las
instituciones, de la economía, de la libertad, de todos los valores morales y
virtudes heroicas de aquel país, digno de mejor suerte.
Conocí al cabo José
Rodríguez en Jovellanos, un pueblo de Matanzas, en mis largos años por aquella
zona, como a su familia, con siete hijos, que vivían pobremente en
Jovellanos. Era un celoso guardián del Ejército y cumplidor del deber en las
misiones que se le encomendaron. Nunca supe de qué le acusaban, porque entre
aquella gritería ni se oían los cargos que le hacían. Sólo oí cuando William
Gálvez dijo: “Pena de muerte por fusilamiento, y será fusilado ahora mismo.
Traedme el garan (era el garan un fusil con mirilla telescópica),
que yo mismo lo mataré”.
Lo empujaron por la escalera
abajo hasta el patio, donde cayó en mis brazos, que le estaban esperando, y al
verme cayó de rodillas diciendo: “Padre, usted es el único amigo que aquí
tengo. Todos me acusan… Ay, mis hijos. ¿Qué será de ellos? Confiéseme, que
yo soy católico".
Rodeados de barbudos con
metralletas bastante cerca de nosotros, el cabo de rodillas y yo en pie, con
una pequeña estola y un crucifijo, le oí en confesión y le absolví. Estaban
apurados por llevarle al paredón, y me urgían terminase pronto desde los
corredores que circundan aquel castillo-fortaleza de tiempos de España, y el
William ya estaba abajo con su fusil. Lo llevé yo mismo a la pared y al ir a
vendarle no quiso que lo hiciera: quería morir como un militar.
En ese momento, y cuando ya
estaba yo esperando la descarga, sonó la voz de William: “Llévenlo al
calabozo. Ya no será fusilado hoy. Será mañana, cuanto todo esto esté
despejado, que hay muchas mujeres aquí. Llévenselo…”
Y yo mismo lo conduje casi
desmayado a uno de los calabozos, donde estaba su otro hermano preso también
como muchos; cayó en sus brazos y ordenó el William que saliésemos del
castillo, que los fotógrafos entregasen todos los carretes de sus cámaras con
los negativos, que no quería fotos… Todos los entregaron menos un
americano, que con su cámara corría por los corredores en dirección a la
reja-puerta, mascullando: “Asesinos”, “Asesinos”, “Asesinos”.
Y esta es la foto en cuestión,
única que se conserva en tres partes: una confesándose, otra besando el
crucifijo y otra en el paredón, donde se aplazó el fusilamiento hasta el
siguiente día al amanecer, que ya no vi, y lo llevaron a sepultar a Jovellanos.
Nadie de su familia estaba allí, y al participárselo le hicieron firmar un
escrito al hijo mayor “aprobando” el fusilamiento de su padre, lo que
motivó una carta en el periódico ¡Adelante! del señor Pimentel
recriminando a este hijo.
¿Por qué estaba yo allí? Habían
caído presos muchos amigos míos militares y civiles en los distintos cuarteles
y prisiones. Deseaba visitarles en aquellos momentos de confusión, pena, dolor;
cuando estaban sin afectos y sin permitírseles ver a familiares ni amigos.
Como eran mis amigos y soy fiel a la amistad, y en horas de dolor está la
prueba, me agencié un salvoconducto para visitar a todos los prisioneros de la
República, escrito por Celia Sánchez, y firmado por Fidel Castro, que
todavía conservo, y para atender en sus últimos minutos a los condenados a
muerte. Y así estuve en ese castillo, en La Cabaña, en Príncipe, Varadero,
Cárdenas, Jovellanos, Colón, Santa Clara, Cienfuegos, etc., donde había amigos
míos presos, conocidos o no; pero presos, y sus familiares me requerían.
En honor a la verdad digo que en
aquellas fechas me dieron toda clase de facilidades los barbudos. Era el “26 de
julio” y con unos rosarios que llamaban “collaritos”, unas medallas y unos
crucifijos regalados; un gorrito del “26 de julio” sobre mi cabeza, y mucho
valor, se llegaba a todos los calabozos, se cruzaban todas las carreteras,
guardarrayas, caminos y vericuetos a altas horas de la noche con un buen
automóvil, salvando gente del paredón…
Era ya mucho para aquella
tensión, después de haber asistido a cincuenta y ocho amigos fusilados. Estaba
cansado, nervioso por la impotencia en que me vi de salvarlos en el tiempo
y vida terrenal, incluso ni a los que me habían favorecido “antes” salvando a
fidelistas a petición de ellos mismos, y “después” estos salvados no atendieron
un ruego mío ni de nadie.
Todo era matar, matar, matar… Y
después de muertos me los entregaban pasada la una de la madrugada. A aquella
hora tenía que llamar a las funerarias, a los forenses, a los Juzgados;
lavarlos, conducirlos a la funeraria, meterlos en la caja y después dar la
noticia a sus viudas, hijos, padres… y las escenas eran desgarradoras. Había
que acompañarlos al cementerio, adonde iban solo los familiares y algunos
barbudos.
Me atreví a acompañar el duelo en
el cementerio de Matanzas y en el de Colón, de La Habana, y… ya no me dejaban
vivir. Era bien claro el marxismo despiadado y bien ensayado, y un día me
llamaron al cuartel de Matanzas y me ordenaron que dejase Cuba si no
quería ir también yo al paredón “por ser el único defensor del ejército de
Batista y de los llamados criminales de Guerra” (que tenían un alma que salvar
también).
Era un viernes, y el sábado, a
las cinco de la tarde, en uno de los aparatos de Iberia, salí para Madrid,
adonde llegué el cinco de abril de 1959. Muchas más cosas yo sé que no caben en
cuartillas. Lo que pasó después todos lo conocemos.
¡Dios salve a Cuba!
(Publicado originariamente
en Religión En Libertad en agosto de 2020)
Carmelo López-Arias
Fuente: ReL