XI. El cristianismo en la nueva sociedad feudal
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Historia abierta |
El siglo VIII presenció un
profundo giro en la historia de la Cristiandad occidental; la razón principal
estuvo en las nuevas relaciones establecidas entre la Santa Sede y el Reino de
los francos. El Imperio oriental, que conservaba importantes dominios en
Italia, había sido durante varios siglos el brazo secular protector del
Pontificado romano y de sus dominios territoriales, siempre amenazados por los
longobardos. La protección bizantina se hizo menos eficaz a medida que el
Imperio, progresivamente «orientalizado» y agobiado por la presión permanente
del Islam, se desentendía cada vez más de Occidente. El Papado, necesitado de
hallar un nuevo «brazo secular» volvió los ojos hacia el único Reino occidental
que, tras el hundimiento de la España visigoda, estaba en condiciones de asumir
aquella misión: el reino franco.
En 753, el papa Esteban II confirió la unción regia a Pipino y a sus dos hijos,
Carlomán y Carlos. Estos recibieron el título de «Patricio de los romanos», que
les confería el derecho de intervenir en la administración de la Urbe y tutelar
los Estados de la Iglesia, solar del poder temporal de los papas. El proceso
así iniciado culminó durante el reinado del hijo de Pipino: Carlomagno, uno de
los grandes forjadores de la Cristiandad medieval. La propagación de la fe y de
la civilización cristiana, con la mira puesta en la instauración de la sociedad
cristiana, fueron el objetivo fundamental de la política de Carlomagno. En la
Navidad del año 800, Carlos fue coronado emperador en San Pedro de Roma por el
papa León III.
Por esa razón, a poco de morir Carlomagno se inició la decadencia carolingia,
con los «repartos» territoriales, el decaimiento de la autoridad suprema y la
crisis de la sociedad: la disgregación feudal sucedió al orden imperial y la
Iglesia pagó también las consecuencias. Al desvanecerse la autoridad soberana,
se multiplicaron los peligros de anarquía y las amenazas de normandos,
sarracenos y magiares. Las gentes, incapaces de defenderse por sí mismas,
buscaron protección en la única fuerza que podía prestarla, la casta nobiliaria
militar, detentadora en exclusiva del poder efectivo y real. Comienza así la
sociedad feudal.
Las estructuras eclesiásticas sufrieron también el impacto del feudalismo. Los
señores pretendieron obtener provecho económico de las «iglesias propias»
erigidas por ellos en sus dominios para el servicio religioso de la población
campesina. Análogos derechos trataron de ejercer en otras iglesias y
monasterios que los tomaron por patronos y protectores. Los grandes quisieron
disponer también de los patrimonios eclesiásticos en pro de sus guerreros, o
bien designar a familiares como titulares de obispados y abadías, cargos estos
apetecidos por la nobleza en razón de su poder social.
El exponente más representativo del impacto producido por crisis feudal en la
Iglesia y en la sociedad cristiana fue el llamado «Siglo de Hierro» del
Pontificado. Desde comienzos del siglo X hasta mediados del XI, se prolongó
este período con una transitoria mejoría en la segunda mitad de la décima
centuria. El oscurecimiento de la autoridad imperial dejó a la Sede Apostólica
sin su protección e hizo que viniera a caer en manos de los inmediatos poderes
señoriales: las facciones feudales dominantes en Roma.
Uno de los factores de regeneración cristiana fue la erección de un monasterio
destinado a ejercer grandísima influencia sobre la vida espiritual y social de
Occidente: Cluny.
Otro proceso destinado a ejercer profunda influencia en la historia de la
Cristiandad europea se había iniciado en Alemania, también a principios del
siglo X. Extinguidas las secuelas del pasado carolingio, los duques nacionales
germánicos, en 919, restauraron la realeza, eligiendo por rey a Enrique I,
duque de Sajonia; su hijo fue Otón I (936-973), un gran monarca que, al igual
que Carlomagno siglo y medio antes, ha de ser considerado como otro de los
grandes constructores de la Europa cristiana. Otón I llevó a cabo victoriosas
campañas militares contra eslavos y magiares, que le rindieron vasallaje, y
fortaleció su autoridad en el interno del reino. Otón fue coronado emperador en
Roma, en febrero de 962. el Imperio germánico venía así a suceder al carolingio
como Imperio cristiano occidental. Otón I asumió la misión de proteger los
Estados Pontificios y el control de las elecciones papales, que de este modo
quedaban a salvo de las intromisiones de los señores romanos. Esta situación se
prolongó bajo los reinados de Otón II y Otón III (980-1002).
Por: Concepción Carnevale
Fuente: Catholic.net