1 – Agosto. Domingo XVIII del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Juan 6, 24-35
Cuando la gente vio que ni Jesús
ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de
Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: «Maestro,
¿cuándo has venido aquí?». Jesús les
contestó: «En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto
signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento
que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os
dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios». Ellos le
preguntaron: «Y ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». Respondió
Jesús: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado». Le
replicaron: «¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es
tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito:
“Pan del cielo les dio a comer”». Jesús les replicó: «En verdad, en verdad os
digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os
da el verdadero pan del cielo. Porque el
pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo». Entonces le dijeron:
«Señor, danos siempre de este pan». Jesús les contestó: «Yo soy el pan de vida.
El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás
Comentario
El evangelio de este domingo
recoge un fragmento del llamado discurso del pan de vida pronunciado por Jesús
en la sinagoga de Cafarnaúm. El reciente milagro de la multiplicación de los
panes y de los peces, le sirve al Maestro de marco y ocasión para exponer
verdades muy profundas sobre el misterio de la Eucaristía y sobre la necesidad
de la fe. Hoy vamos a detenernos brevemente en este segundo aspecto.
Podría llamarnos la atención la
poca capacidad de los oyentes de Jesús para comprender el anuncio de la Eucaristía
que estaba realizando. Ellos se quedaban torpemente en el plano material;
deseaban recibir de Jesús más alimentos; pensaban que el poder del maestro de
Galilea era una atractiva y fácil solución a sus problemas materiales y
diarios. Y además le pedían más intervenciones suyas claras, si quería que
confiaran en Él.
Pero Jesús les anima a ser más
sobrenaturales, a obrar “no por el alimento que se consume sino por el que
perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo
confirmó Dios Padre con su sello” (v. 27).
Esa poca capacidad de aquellas
gentes para comprender el lenguaje de Jesús podemos sufrirla nosotros también,
casi sin darnos cuenta. Nos sucede cuando en nuestras peticiones a Dios nos
centramos en los bienes materiales, como la salud física, el trabajo, diversos
logros, aprobar exámenes, etc., pero nos olvidamos quizá de dar prioridad a la
petición habitual por los bienes espirituales: la conversión, el estado de
gracia, la vuelta a los sacramentos y a la amistad con Dios, la generosidad
para entregarse a Él totalmente, etc.
Esta jerarquía sobrenatural de
nuestras peticiones a Dios, dando prioridad a los bienes espirituales, sin
dejar por eso de pedir los demás, transforma nuestra manera de pensar y de
actuar: “obrad por el alimento que perdura hasta la vida eterna”, nos dice
Jesús. Si obramos así, tendremos cada vez más vida de fe.
A este respecto, escribía san
Josemaría en una ocasión: “Se oye a veces decir que actualmente son menos
frecuentes los milagros. ¿No será que son menos las almas que viven vida de fe?
(…) Hemos de creer con fe firme en quien nos salva, en este Médico divino que
ha sido enviado precisamente para sanarnos. Creer con tanta más fuerza cuanta
mayor o más desesperada sea la enfermedad que padezcamos. Hemos de adquirir la
medida divina de las cosas, no perdiendo nunca el punto de mira sobrenatural, y
contando con que Jesús se vale también de nuestras miserias, para que
resplandezca su gloria”[1].
Jesús les dice a sus oyentes: “Ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado” (v. 29). Dios quiere obrar milagros en nosotros; sobre todo el milagro de nuestra divinización. Para eso necesita nuestra fe, nuestra confianza, que se traducen, entre otras cosas, en valorar más los bienes espirituales que los materiales, la salud y el bienestar de nuestras almas antes que el de nuestros cuerpos.
[1] San Josemaría, Amigos de Dios, nn.
190-194.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei