12 – Septiembre. XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Marcos 8, 27-35
Después Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de
Cesarea de Filipo; por el camino preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la
gente que soy yo?». Ellos le contestaron: «Unos, Juan el Bautista; otros,
Elías, y otros, uno de los profetas». Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién
decís que soy?». Tomando la palabra Pedro le dijo: «Tú eres el Mesías». Y
les conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto. Y empezó a
instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los
ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres
días». Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó
aparte y se puso a increparlo. Pero él se volvió y, mirando a los
discípulos, increpó a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como
los hombres, no como Dios!». Y llamando a la gente y a sus discípulos les
dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su
cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el
que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará.
Comentario
Jesús recorría grandes distancias a pie con sus discípulos
para llevar el evangelio a todos los lugares. En el pasaje de este domingo, lo
encontramos a 60 kms. al norte de Cafarnaúm, en la famosa Cesarea de Filipo,
ciudad rica en vegetación y agua, que Herodes fundó en honor de César Augusto y
entregó a su hijo Filipo. Fue esta ciudad y sus aldeas circundantes las que
provocaron de alguna manera la pregunta de Jesús sobre su propia identidad:
“¿Quién dicen los hombres que soy yo?” (v. 27).
Frente a las explicaciones inadecuadas de las gentes, Pedro
es el único que sabe ofrecer la respuesta más acorde con el misterio de la
Persona de Jesús: “Tú eres el Cristo” (v. 29). Sin embargo, Pedro entiende a su
manera esta verdad y, en el fondo, es tan humano en sus juicios como los demás,
porque cuando Jesús anuncia sus padecimientos, Simón los rechaza con violencia.
Pedro debió ser tan vehemente en su cariño mal enfocado que
mereció de Jesús una advertencia rotunda y grave: “¡Apártate de mí, Satanás!,
porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres” (v. 33).
Para ser buenos cristianos y no contristar al Señor,
necesitamos visión sobrenatural, es decir, la capacidad de ver las cosas y las
personas como Dios mismo las ve. Y esto no siempre es fácil. Sobre todo, cuando
se trata de admitir la cruz y lo que nos hace sufrir como parte de los planes
de Dios.
Esta dificultad ya nos lo advierte Dios mismo: “Porque mis
pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos, mis caminos
—oráculo del Señor—. Tan elevados como son los cielos sobre la tierra, así son
mis caminos sobre vuestros caminos y mis pensamientos sobre vuestros
pensamientos” (Is 55,8-9).
El peligro de la mentalidad demasiado humana, que acechaba a
Pedro y que nos acecha a todos, lo describía el Papa Francisco en su primera
homilía después de ser elegido: “Este Evangelio prosigue con una situación
especial. El mismo Pedro que ha confesado a Jesucristo, le dice: «Tú eres el
Mesías, el Hijo de Dios vivo. Yo te sigo, pero ni hablar de cruz. Esto queda
fuera. Te sigo con otras posibilidades, sin la cruz». Cuando caminamos sin la
cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos a un Cristo sin cruz,
no somos discípulos del Señor: somos mundanos; somos obispos, sacerdotes,
cardenales, papas, pero no discípulos del Señor”.
Y concluía el Papa: “yo quisiera que todos, después de estos
días de gracia, tengamos el valor –precisamente el valor– de caminar en
presencia del Señor, con la cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la
sangre del Señor, derramada en la cruz; y de confesar la única gloria: a Cristo
crucificado. Y así la Iglesia avanzará”[1].
Como explicaba san Josemaría, “la gente tiene una visión
plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones. —Cuando vivas vida sobrenatural
obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el
peso y el volumen”[2].
Cuando cuidamos la oración y el diálogo habitual con el
Señor, cuando reservamos unos tiempos fijos a tratar a solas con Dios,
adquirimos la visión sobrenatural: nuestras pupilas se dilatan y el enfoque de
nuestros planteamientos se engrandece; nuestra comprensión de las cosas
adquiere nuevas perspectivas y sabemos vislumbrar horizontes insospechados: los
horizontes de Dios.
[1] Papa Francisco, Homilía, 14 de marzo de
2014.
[2] San Josemaría, Camino, n. 279.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei