16 – Septiembre. Jueves. Santos Cornelio, papa, y Cipriano, obispo, mártires
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Evangelio según san Lucas 7,
36-50
Un fariseo le rogaba que fuera a comer con él y, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. En esto, una mujer que había en la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino trayendo un frasco de alabastro lleno de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con las lágrimas, se los enjugaba con los cabellos de su cabeza, los cubría de besos y se los ungía con el perfume.
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: «Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora». Jesús respondió y le dijo: «Simón, tengo algo que decirte». Él contestó: «Dímelo, Maestro».
Comentario
El evangelio de hoy narra la
escena de aquella mujer que, dolorida por sus pecados, se atreve a arrodillarse
ante Jesús. Una mujer que llora, que besa y que unge los pies del Señor. Una
mujer que rompe su vida vieja, que no se queda encerrada en su pasado, que no
se desalienta y se deja curar. Una mujer que abre su corazón porque quiere amar
de verdad y necesita el perdón de Dios. Una mujer que sueña con un corazón
amante, con un corazón nuevo que pueda amar más y mejor. Una buscadora de amor
apasionado.
Frente a ella un hombre, de
cierta cultura, fariseo, que la juzga con dureza, que la desprecia, que no
entiende sus gestos, ni tampoco la mirada misericordiosa del Señor. Un hombre
incapaz de soñar.
Y Jesús, en medio de los dos. Con
paciencia y amor le explica a Simón qué significa lo que ha hecho esta mujer:
cómo a Dios lo que le duele es el corazón que se cierra a la misericordia, al
perdón, porque es incapaz de reconocer los propios pecados; cómo “el lugar
privilegiado para el encuentro con Cristo son los propios pecados” (Papa
Francisco, El perfume de la pecadora, homilía en Santa Marta, 18 de
septiembre de 2014).
Le enseña cómo Él estaba deseando
que aquella mujer irrumpiese en el banquete sin pedir permiso, y se abrazase a
sus pies. El deseo de Jesús era poder decirle: “han quedado perdonados tus
pecados”.
Esta mujer nos enseña el modo
adecuado de manifestar nuestro arrepentimiento y confesar nuestras miserias y
pecados.
Necesitamos llorarlos, hacer
nuestro el dolor de Dios por nuestros abandonos y desprecios. Ponernos a los
pies del Señor y besar y ungir sus pies, con nuestro agradecimiento y nuestra
adoración.
Jesús nunca se queda en la
superficie de nuestra vida, va al fondo de nuestro corazón para sanarlo y que
pueda volver a amar.
Luis Cruz
Fuente: Opus Dei






