3 – Octubre. XXVII Domingo del Tiempo Ordinario
Misioneros digitales católicos MDC |
Evangelio según san Marcos 10, 2-16
Acercándose unos fariseos, le preguntaban para ponerlo a prueba: «¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?». Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?». Contestaron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla». Jesús les dijo: «Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: «Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio». Acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos los regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él». Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos.
Comentario
En este evangelio, Jesucristo aprovecha
una pregunta capciosa de los fariseos para hablar del estatuto íntimo de toda
relación: el amor que se entrega, que se dona, que da vida.
Le preguntan si, tal y como está
dicho en la Escritura, un hombre puede repudiar a su mujer. Jesucristo les mostrará
otro camino, otra lógica. El camino y la lógica de las cosas divinas.
El punto de partida es una
pregunta sobre la licitud: ¿es lícito o no lo es? Ahora bien, esa pregunta, en
el ámbito del amor, es una pregunta mediocre. La lógica de lo lícito o ilícito
es la lógica de lo que se puede hacer o no, la lógica de los derechos y
deberes, la lógica de los límites de la acción de uno y de la acción del otro,
la lógica, en el fondo, de la propia afirmación personal. Y esa lógica llena de
tristeza el corazón, lo endurece. Podemos hacer cientos de actos lícitos y, sin
embargo, que estén vacíos de amor.
La lógica divina es otra. Está
más allá de la lógica humana de los fariseos. Porque el amor va más allá de lo
debido.
Nadie que se enamora le dice a la
otra persona: “contigo podré cumplir lo que es lícito y evitar lo que es
ilícito”. Ese amor muere. Porque el amor requiere el encuentro, compartir la
intimidad, abrazar las debilidades y fragilidades del otro, perdonarse,
descubrir la belleza de la persona amada, ser fecundos, soñar juntos, …
Cuando uno se queda en la lógica
de esto se puede hacer, esto no; cuando nos cerramos a la novedad, nos cerramos
al amor. Ya no hay relación de amor, sino relación de interés.
Jesucristo propone una nueva
perspectiva: nos habla del principio de la creación, del proyecto de Dios. Hay
un diseño de vida y belleza para nuestras vidas.
Si uno vive la vida, la relación
con Dios y con los demás, reducido a lo que es lícito o ilícito, la vive de
modo frío y estático. Si, en cambio, la vive sabiendo que Dios la está mirando
con admiración, uno se dará cuenta de que Dios forma parte de la propia
historia, de que quiere vivir la vida de cada uno desde el amor.
Si uno sabe que Dios le está
mirando con admiración, se dará cuenta de que los defectos del otro (marido,
mujer, hijos, hermanos, amigos, …) forman parte de la propia aventura para
aprender el arte de amar, el arte de asemejarse a Jesús.
¿Cuándo hay que amar al otro?
¿Sólo cuando es perfecto, sin defectos, simpático, puntual, útil; o más bien,
cuando es débil, frágil, pobre y se equivoca?
Todos estamos llamados a
relaciones de fidelidad, relaciones donde tendremos siempre millones de excusas
para repudiar al otro (marido, mujer, hijos, hermanos, familiares, amigos,
compañeros, …).
Pero, si el otro solamente tiene
derecho al amor cuando se lo merece, entonces uno no sabe amar, tiene un
corazón de piedra, endurecido. En ese corazón no está la imagen esplendorosa de
Dios. Está ofuscada, escondida.
Y para entender esto es preciso
aprender el arte de la pequeñez y de la debilidad, el arte de ser como niños.
La segunda parte del evangelio no está ahí por casualidad.
Amar de verdad, requiere estar en
la vida como los niños, como quienes tienen siempre algo nuevo que aprender.
Aprender de las dificultades, de las tribulaciones, de las desilusiones.
Si el otro está en función de
nuestra propia realización, de lo que debe, de lo que sirve; el otro siempre
será insuficiente. Por el contrario, si uno percibe esa mirada de Dios sobre
uno y sobre los demás, querrá aprender de esa mirada cada día: como un niño
aprende de la mirada amorosa de sus padres.
El secreto de esta vida no es que
seamos perfectos, fuertes, simpáticos, sin defectos. El secreto de la vida es
llegar a ser amados en nuestra debilidad y fragilidad y amar al otro en su
debilidad y fragilidad. Es poder decir: soy fiel a la persona a la que amo.
Y Jesucristo siempre viene en
ayuda de nuestra debilidad. No hay ninguna relación que no esté llamada a experimentar
la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo: la capacidad de perderse a sí
mismo para ganar al otro, para dar vida al otro, para darse al otro en todas
las situaciones. Nuestra grandeza inicia cuando, en Jesucristo, nos perdemos
por amor, cuando nos atrevemos a entrar en su lógica de la eternidad, de la
donación, de la entrega.
Luis Cruz
Fuente: Opus Dei