10 – Octubre. XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario
Misioneros digitales católicos MDC |
Evangelio según san Marcos 10,
17-30
Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?».
Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre».
Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud».
Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme». A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico.
Jesús se les quedó mirando y les dijo:
«Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo». Pedro
se puso a decirle: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos
seguido». Jesús dijo: «En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado
casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por
el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y
hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad
futura, vida eterna.
Comentario
El pasaje del Evangelio que nos
presenta la liturgia de este domingo es de una altísima carga dramática. Nos
topamos, en pocos versículos, con la desesperada búsqueda de felicidad que
compartimos todos los seres humanos, esa sed de sentido que anida en cada
corazón y que anhelamos por todos los medios satisfacer.
La urgencia de esa necesidad la
podemos notar en el primer gesto del joven rico: vino a Jesús corriendo. Sabía
que estaba delante de una oportunidad única de resolver sus más profundas
inquietudes y por eso no quiere dejar pasar ese tren. Una carrera en la que nos
vemos reflejados todos. Después, se arrodilló delante del Señor,
añadiendo a esa prisa de su llegada ese gesto propio de los que suplican.
Sin embargo, aunque ese joven sea
un reflejo en el que todos podemos vernos proyectados, esta vez podemos
fijarnos más concretamente en la actitud de Jesús, para que sea su imagen la
que ilumine esa búsqueda de la que venimos hablando. En concreto, llama la
atención y remueve el corazón leer esa expresión escueta pero llena de
contenido que nos ofrece san Marcos: Jesús fijó en él su mirada y quedó prendado
de él.
Por desgracia, muchas personas
siguen pensando que hace falta correr detrás de la felicidad hasta alcanzarla,
y no se dan cuenta de que no hace falta perseguirla: la felicidad ha venido
hasta nosotros, es ella la que corre detrás de cada uno y simplemente espera
que nos giremos y nos dejemos abrazar por ella. Porque la felicidad se encarnó
y se hizo Hombre: “La felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis derecho de
saborear, tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret”[1].
Dios nos ama tanto que a veces
nos cuesta creerlo. Pero los gestos de Cristo en este pasaje evangélico no
dejan lugar a dudas: son los gestos de un enamorado.
El Señor no tiene prisa con
nosotros: tiene tiempo de fijar su mirada. Nosotros, en cambio, tantas
veces, tratamos a Jesús con prisa, porque estamos demasiado ocupados buscando
la felicidad allí donde no se encuentra.
El Señor se deleita en nosotros:
hasta el punto de que los testigos oculares de esta escena reconocen en su
mirada que quedó prendado de ese joven anhelante de un sentido para
su vida. El testimonio de la Sagrada Escritura y de los santos es unánime en
ese sentido: las delicias del Señor son estar entre los hijos de los hombres,
nos dice el libro de los Proverbios[2]; y san Josemaría no duda en afirmar que
la Trinidad se ha enamorado del hombre[3].
Sabemos que el desenlace de este
pasaje es triste. El joven se fue tan rápido como vino, tan pronto el Señor le
dijo lo mismo que nos dice a nosotros: “Dame, hijo mío, tu corazón”[4]. La felicidad ha venido a buscarnos:
depende de nosotros darnos cuenta de que “es muy poco lo que se me pide, para
lo mucho que se me da”[5]. De aceptar la llamada de Jesús, hasta el
fondo y sin miedo, dependerá que nuestra vida sea feliz y eterna como la de los
santos, o pase al olvido como este joven del que no quedó registrado ni
siquiera el nombre.
[1] Benedicto XVI, discurso durante la JMJ
de Colonia, 18 de agosto de 2005.
[3] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 84.
[5] San Josemaría, Surco, n. 5.
Luis Miguel Bravo Álvarez
Fuente: Opus Dei