Hay momentos en nuestras vidas en los que sentimos, en mayor o menor medida, la soledad
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A veces es una soledad física,
que en cierto sentido es más fácil de resolver. Por ejemplo, invitando a algún
amigo a tomar un café o hacer una llamada telefónica.
Pero hay otras veces en las que
sentimos otro tipo de soledad. Una que no sabríamos cómo explicar. No tenemos
palabras para explicar por qué, pero nos vemos a nosotros mismos repitiendo «me
siento tan solo». Nos sentimos «existencialmente solos».
En cierto sentido, como lo
explicó en una audiencia general san Juan Pablo II, todos
participamos de la soledad originaria de Adán.
Cuando Dios dijo «no es bueno que
el hombre esté solo» y le dio una compañía a su medida. No profundizaré en eso,
pero sí diré que a todos nos toca experimentar la soledad. Es parte de nuestra
naturaleza.
1. Realmente, nunca estamos
solos
Aunque estemos aislados —como
pasó con muchos durante la pandemia—, aunque naufraguemos y quedemos en una
isla desierta o no veamos a nadie durante meses… nunca estamos, realmente,
solos.
En nuestra alma en gracia habita
Dios. Ayuda un montón recordar que Él permanece —y muy cerca de nosotros—
en esos momentos.
¿No le sientes? Háblale. Y
escúchale. ¿Piensas que no responde? Ten paciencia. Quizás está
compartiendo el rato contigo, simplemente mirándote y dejando que le
mires.
2. Tu soledad acompaña la soledad
de Cristo
Como dije, hay veces en que la
soledad es algo objetivo. Durante las cuarentenas más estrictas, quienes
vivíamos solos no salíamos de nuestras casas y no veíamos a otras personas más
que brevemente para hacer algunas compras.
Otras veces, la soledad es
subjetiva. Y unas cuantas, es una mezcla de un poco de lo uno y lo otro. Como
la soledad que se experimenta durante crisis de angustia o depresión.
Pero, ¿sabes qué? En esos
momentos, recuerda que Jesús también se sintió solo. Físicamente, sus
amigos le abandonaron en un momento difícil. Espiritualmente, necesitaba que
oraran con él, pero en Getsemaní se durmieron.
No fue sino hasta después de
horas de llanto, sangre y súplicas, que bajó un ángel a consolarle. Cuando
me imagino esta escena y me pregunto qué pudo haberle dicho este a Jesús,
pienso que le habló de ti y de mí.
Le habló de tu soledad y de la
mía. La que cada uno puede experimentar. Me imagino que el ángel le dice: «esta
hija, hermana, amiga tuya se siente sola y está ofreciendo en este momento su
soledad para acompañar la tuya».
Te invito a meditar en esto, a
ofrecerle a Él tu soledad, para acompañar la suya. Verán que la compañía
es mutua: cada uno se encuentra a gusto con el otro.
3. Encuentra compañía acompañando
a otros
Otro consejo que puedo darte, es
que busques a otras personas que también estén olvidadas, abandonadas, que
también sufren.
Descubrirás que te sientes mejor
y ayudas a otros. Y no, no es egoísmo: ambos se necesitan, ambos se
ayudan.
4. Abre tu vida para que otros
entren a ella
Muchas veces experimentamos una
paradoja: nos sentimos solos, pero nos cuesta abrirnos a los demás. Dar espacio
para que entren en nuestras vidas. Y no me refiero solo a conocer nuevas
personas, que puede ser muy bueno.
Por un lado, me refiero a dejar
de vivir encerrado en uno mismo. A veces vivimos tan pendientes de nuestra
soledad o nuestro dolor —y no tenemos la culpa de ello, porque duele— que no
podemos ver a quienes nos rodean.
Lo que pasa a nuestro lado, lo
que nos puede ayudar, lo que nos puede alegrar. A
quienes podemos dar una mano, a quienes podemos hacer un poco más felices.
Al vivir de esta manera, también
perdemos una oportunidad de vivir más plenamente. De vivir con sentido, con
propósito. Y esto —tener un motivo para vivir— ¡no sabes cuánto alivia la
soledad y las penas!
Por otro lado, también me refiero
a que a veces no nos comunicamos. No digo que hables de tus problemas de manera
indiscriminada y a todo el mundo.
Por prudencia y pudor, todos
merecemos tener un espacio interior que sea solo nuestro. El que compartimos
con Dios o con quienes —por amistad, dirección espiritual, fraternidad, etc.—
pueden pisar ese piso sagrado.
Pero a veces ni a estas personas
les comunicamos que nos sentimos mal. No porque sea un «secreto», quizás porque
ni siquiera lo admitimos a nosotros mismos.
Quizás no hemos entendido
exactamente qué es eso que sentimos, y que luego ponemos el nombre de
«soledad».
Si eres honesto con Dios, contigo
y con los demás, verás que quizás hay posibilidades o remedios adecuados para
sanar tu soledad.
5. Pregúntate: ¿por qué me siento
solo?
Para poner la medicina adecuada,
necesitas saber el origen de la soledad. Muchas circunstancias pueden llevarte
a sentir solo.
Quizás te has alejado de tus
amigos y necesitas conocer nuevas personas. Tal vez buscas una pareja y te
sientes desanimado porque no conoces a nadie.
Puede ser que sea un momento de sequedad espiritual, y necesites más bien
consejos ascéticos. También es posible que se deba a una condición psicológica
o psiquiátrica, y necesites ayuda profesional.
Puedes llevarlo a la oración para
discernir. Preguntarle a Él: «¿por qué será que me siento tan solo».
Pero no te quedes únicamente con
lo que te parece que es la respuesta, te recomiendo hablarlo en la dirección
espiritual también.
Espero que estos consejos te sirvan, si tienes otros no dudes en compartirlos en los comentarios. ¡Ánimo, Dios siempre está contigo!
María Belén Andrada
Fuente: Catholic Link