30 – Diciembre. Jueves. Día VI dentro de la octava de la Natividad del Señor
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Evangelio
según san Lucas 2, 36-40
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
El niño, por su parte, iba creciendo y
robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.
Comentario
Una primera
consideración, sobre algo que parece muy secundario en este relato del
Evangelio, es la edad de Ana. Se nos dice, que había cumplido ya ochenta y
cuatro años. Suele ser corriente pensar que la mejor etapa de nuestra vida es
la juventud o el tiempo en el que hemos desempeñado con éxito nuestra profesión
y lamentarnos nostálgicamente del paso de los años. Incluso podemos sentir
cierto desprecio por los ancianos y considerarlos personas poco útiles o verlos
como una carga. El evangelio de hoy nos enseña todo lo contrario. Lo mejor de
la larga vida de esta mujer, viuda desde muy joven, ocurre al final de su
existencia: el encuentro con la Sagrada familia y conocer al Salvador del
mundo. A sus 84 años se convierte en apóstol de Cristo y habla de la llegada
del Redentor a todos los que esperaban la redención de Israel. Los muchos años
no son un obstáculo para recibir la llamada de Dios y cumplir nuestra misión en
el mundo.
Una vez que
María y José presentaron al niño en el Templo, tal y como prescribía la ley de
Moisés, volvieron a su casa, a su hogar en Nazaret, para continuar viviendo
como una familia más. A San Josemaría le alegraba contemplar la naturalidad con
que el Hijo de Dios quiso vivir en la tierra, sobre todo en los treinta años de
vida oculta en Nazaret y nos hablaba de la grandeza de la vida corriente, de
cómo los quehaceres cotidianos se podían santificar y resultaban un verdadero
camino de santidad por el que podían caminar los cristianos corrientes.
Concluye el
pasaje del Evangelio que contemplamos hoy, diciendo que el niño crecía y se
fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él. Es lo que
pedimos al Señor, para cada uno de nosotros al terminar la contemplación de
este pasaje del Evangelio: que el Espíritu Santo nos fortalezca en las tribulaciones
e ilumine nuestros pensamientos con su sabiduría, para que aprovechemos las
abundantes gracias que recibimos del Señor.
Miguel Ángel
Torres-Dulce
Fuente: Opus Dei